A falta de achiote, Giselle Miranda utiliza el usfur (una especia local palestina) para dar color al arroz con pollo. “Es lo único que consigo para darle el tono amarillo”, explica esta tica residente en Beit Jala, localidad perteneciente a la ciudad de Belén, en Cisjordania.
Mientras el aceite se calienta y los ingredientes picados aguardan su turno para llegar a la sartén, Atta, el marido de Giselle, entra en la cocina.
Hace más de 20 años, este palestino de un pueblo cercano a la ciudad cisjordana de Ramala se marchó a Costa Rica. Allí, en la frontera con Panamá, conoció a quien se convertiría en su esposa, 12 años menor que él. “Mi plan era ir a Estados Unidos pero no me dieron la visa y “algo” –dice mientras mira a su mujer– me pasó en Costa Rica; por lo que me quedé”, cuenta en buen español, al tiempo que abre una botella de gaseosa que hace las veces de recipiente para el jugo de askadenia, un zumo de níspero. “Es riquísimo para acompañar y muy dulce”, dice.
Al observar lo austera que es su casa y los puestos fronterizos de entrada y salida a Belén, controlados por soldados israelíes, es imposible no preguntarles por qué dejaron Costa Rica y decidieron trasladarse a Palestina.
“Aquí hay más seguridad que en la frontera con Panamá”, responde Atta, mientras en la cocina Giselle ya ha alegrado su arroz con pollo, cebolla y chile dulce. “Pensé que aquí estaríamos más tranquilos”, continúa.
–¿Tranquilos? Oriente Medio no es precisamente la zona más tranquila del mundo...
–Me refiero más al respeto, a que aquí no hay tanta corrupción. Hay menos libertad, sí, pero eso es otra cosa, explica él.
Adentrarse en el universo de Atta es más complejo de lo que parece al principio, porque términos como “respeto”, “dignidad”, “libertad”, “corrupción” y “seguridad” (algunos de ellos antónimos) encuentran sentido en el concepto de “lo femenino”.
“Aquí no hay libertad para que la mujer se corrompa, no hay un gobierno corrupto que lo consienta”, dice mientras intenta explicarse mejor: “En Costa Rica, la mujer se divorcia de un día para el otro si quiere. Hay parejas que están juntas 10 ó 20 años y luego se dejan, y no pasa nada. Aquí no. El hombre es el que manda”.
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Giselle aparece en la sala. Sonríe con aparente aceptación, o quizá con la resignación de quien ha escuchado aseveraciones similares muchas veces. Sabe que la sociedad donde vive dicta que, en caso de divorcio, la custodia de los hijos le quedará al padre.
“En Costa Rica, es más habitual tratarse de igual a igual. Aquí no. Si una mujer trabaja al lado de un hombre se piensa que ‘está con él’, aunque no tenga nada con esa persona”, añade ella con el acento tico que cinco años no han logrado quitar.
“Es que aquí la mayoría de mujeres con hijos se quedan en casa porque para eso está el hombre; para darle dinero cuando ella se lo pida, ¿no?”, contesta su esposo.
Atta y Giselle discuten en la sala donde solo hay dos sofás, una alfombra y una mesa con un televisor. Ella, hasta entonces sentada, se pone de pie, molesta: “¡Apuesto mi vida a que algún árabe le dé plata a su esposa cuando ella quiera. Se lo deja él!” exclama. “Depende de la confianza que tenga la pareja”, replica Atta algo abatido.
Desde que Giselle llegó a Palestina en el 2007, ha estado dedicada al cuidado de sus hijos. En Costa Rica, en cambio, sí administraba junto a Atta un restaurante donde el pollo asado era la estrella de menú.
La pareja tiene cinco hijos: Fairuz, de 23 años, y madre de la primera nieta de los Miranda Juda; Samar, de 22, e Isabel, de 8 (ellas tres nacieron en Costa Rica y hablan tanto español como árabe). Ya estando en Palestina, vinieron al mundo Acham, de 7, y Mohammed, de año y medio; ambos entienden el español, aunque no lo usan para comunicarse. “Aquí las costumbres son muy distintas”, cuenta Giselle mientras el benjamín de la familia hace de las suyas en la sala.
En ausencia de Atta, que desaparece unos minutos, la tica explica cómo sus dos hijas mayores –Fairuz y Sammar– llegaron a Belén años antes de que lo hicieran ella y su marido, y vivieron en la casa de las hermanas de este en Ramala.
“Al principio la pasaron muy mal; sus tías les decían que usaran velo y que no se pusieran ropa ajustada”, explica. “Y ellas no querían, ¡si eran adolescentes! Por eso, me llamaban a cada rato: ‘¡Mamá!, ¿cuándo se viene?’”
A Giselle le costó tres años poder viajar a Palestina y pronto aprendió una de las primeras lecciones: casarse con un palestino es casarse con toda su familia. Asegura que no es una exageración.
“A la futura esposa la conoce toda la parentela antes de la boda”, afirma.
¿Cuántas esposas?
En este punto de la conversación, es inevitable curiosear sobre la cuestión de la poligamia entre los musulmanes, mucho menos común de lo que se piensa en Occidente.
“Aquí solo los religiosos tienen, a lo sumo, dos mujeres. Del resto, casi todos tienen solo una”, cuenta Giselle sin detenerse mucho en el asunto.
Tanto ella como su marido son de la opinión de que en Palestina todo es más caro que en Costa Rica, incluso casarse. Por ejemplo, entre los palestinos musulmanes es costumbre que, antes de unirse, el hombre aporte la dote al matrimonio, compre la casa y los muebles.
“Por razones de costo, quien tiene recursos, puede tener una o dos mujeres como máximo (en el islam se permiten hasta cuatro)”, añade Atta, quien se confiesa musulmán no practicante. Prueba de ello es que, de vez en cuando, comen costillas de cerdo, algo que un observador de la ley jamás probaría.
Inevitable la comparación con los vecinos cristianos de Belén –en su mayoría ortodoxos– que representan casi a la mitad de la población de Beit Jala. La tica es radical con su comentario: “¡Ellos no pueden casarse con dos mujeres, pero da igual, la mitad de Beit Jala, ellos y ellas, tienen amantes!
Segundos después, Giselle se levanta. El arroz con pollo se está enfriando en la cocina. Es hora de servir los platos: arroz con pollo, una tajada de limón y papas fritas al lado.
Mientras comen, Giselle sigue rumiando la conversación. “Aquí, cuando uno tiene 50 años, ya es vieja para los hombres, y no vale para nada”. Atta va a la cocina para llevar los platos de postre al salón. A falta de plátanos o guanábanas, buena es la askadenia.
Los muchos muros
Como tantos otros palestinos, si la familia Miranda Juda quisiera salir del país aunque sea para “darse una vuelta”, tendría que hacerlo a través del aeropuerto de Aman, en Jordania. Tel Aviv, en Israel, queda mucho más cerca, pero solo pueden llegar hasta allí los palestinos residentes en Cisjordania que tengan un permiso especial de las autoridades israelíes –concedidos de forma exigua desde el año 2000– o los palestinos poseedores del llamado carné azul de Jerusalén (reservado para los nacidos o los residentes en esa ciudad, sin categoría de nacionalidad y revocable en cualquier momento). Giselle añora venir a Costa Rica, pero sabe que eso es un sueño. Aparte de las dificultades para salir del país, su marido solo gana el dinero justo para alimentar a la familia y no habría forma de que alcance para viajar.
Jerusalén, a menos de 10 kilómetros de Belén, se encuentra físicamente separada de toda Cisjordania por una estructura de hormigón –que incluye alambradas de espino, zanjas y torres de vigilancia– y que, cuando esté terminada, se extenderá a lo largo de 700 kilómetros.
Esta barrera física, levantada por los sucesivos gobiernos israelíes, persigue controlar a los dos millones de palestinos que viven en el interior de Cisjordania (unos 180.000 en Belén) y evitar así que entren a Israel armas o grupos armados palestinos.