“¿Cómo se conocieron ustedes?”. Por más que intentemos evadir –con todas las fuerzas– la pregunta incómoda, eventualmente llega. Una y otra vez.
Lo que continúa es una mirada cómplice, una sonrisa sincronizada y un par de segundos de silencio: apenas los necesarios para que alguno de los dos decida si la persona que está al frente es tan abierta como para merecer escuchar la versión real. Ante cualquier duda, la disfrazada.
Esa casi siempre es la elegida. Es nuestro lugar seguro: la forma perfecta de brincarse una larga y cansona conversación llena de (la mayoría de veces) sorpresa, más preguntas, desconcierto, pero sobre todo, juicio.
“Él era amigo en el colegio de un amigo mío de la U”. Punto. Conversación cerrada. Sigamos con nuestras vidas, saludos.
No es mentira. Sí teníamos ese amigo en común, pero no fue por él que conocí a mi novio (sí fue él, sin embargo, el que más tarde me confirmó que no estaba tratando con un asesino en serie).
La otra versión, la real y sin rodeos, no se la contamos a cualquiera. La reservamos para ocasiones especiales; es decir, cuando no nos da pereza invertir varios minutos en tener esa conversación.
“Nos conocimos en Tinder”. Silencio incómodo. “¿¡En serio!?”; “¿Pero eso no es como para... coger?”; “¿Y cuánto llevan?”; “¡Qué jeta!”; “A mí me daría miedo”...
Una y otra vez.
Apenas termino de contar que conocí a Diego –mi novio desde hace casi año y medio– por una aplicación de celular, me siento inmediatamente forzada a justificar que a pesar de lo horrible y vacío que eso suena, mi relación de verdad es seria, que soy muy feliz, que realmente estoy enamorada, que es mi mejor amigo, que nuestra relación es igual de genuina que muchas otras con inicios menos “vergonzosos”.
¿Por qué? ¿Por qué tengo que justificarlo? ¿Por qué es menos papelón decir que conocí a mi novio borracha en Palmares o en un bar de Calle de la Amargura que por una aplicación? Qué polada esa última. Esa no se cuenta.
***
Jeanette Purvis es una psicóloga social que se ha dedicado a investigar el uso de aplicaciones en línea para citas, específicamente Tinder.
En su texto ¿Por qué usar Tinder es tan satisfactorio?, publicado en el Washington Post, asegura que sus usuarios, en efecto, tienen resultados diferentes que los que utilizan sitios web de citas en línea o no usan ninguna tecnología de citas en lo absoluto.
Mientras la mayoría de sitios web como Match o EHarmony intentan conectar personas similares por medio de algoritmos complicados, Tinder no hace nada de eso. Utilizando geolocalización, genera una corriente de perfiles con fotografías de potenciales parejas que se encuentran cerca.
Con el dedo, se desliza hacia la izquierda o derecha según interés, y así se va descartando entre un interminable mar de opciones. Si ambos coinciden, se abre la posibilidad de comunicarse por un chat.
Según la aplicación, diariamente se hacen 1.400 millones de swipes (deslizamientos de dedos) y está disponible en más de 196 países, desde Francia hasta Burundi.
“En términos de condicionamiento psicológico, la interfaz de Tinder está perfectamente construida para estimular este rápido desplazamiento”, asegura. “Debido a que los usuarios no saben qué swipe traerá la ‘recompensa’ de un partido, Tinder utiliza un programa de relación variable, lo que significa que los posibles partidos se dispersarán aleatoriamente. Es el mismo sistema de recompensas utilizado en las máquinas tragamonedas, juegos de video e incluso durante experimentos con animales en los que los investigadores entrenan a las palomas para picar continuamente una luz en la pared”.
***
Se llamaba Luis. Teníamos 10 años y éramos compañeros de la escuela. Además de ser un buenazo, era el mejor promedio de la generación. Le hice una tarjeta con papel celofán rojo y papel periódico. Para no perder el tradicional estilo cursi, en el centro tenía un corazón.
Se llamaba Alejandro. Teníamos 12 años y él era nuevo en el colegio. A él, mi primer “novio”, le di mi primer beso. No recuerdo haberlo visto en muchas ocasiones fuera del colegio. Al mes, me dijo que ya no quería estar conmigo. Esa fue la primera vez que lloré por un hombre.
Se llamaba Andrés. Era mi mejor amigo y de las pocas personas cercanas con quien compartía la forma de ver el mundo. Estábamos entrando a la universidad. Nunca le dije que me gustaba. Estuve cerca de hacerlo –muchas veces– pero preferí guardármelo bien adentro antes de poner en riesgo nuestra amistad. Ahora casi no hablamos.
Poco a poco y por anécdotas similares, me fui aislando, protegiéndome a mí misma en mi zona de confort. Ahí, mi inseguridad existía, pero era solo mía.
Lo había visto antes y no quería ser parte. Sufrir por amor… ¿para qué? ¿Cuál es el punto de todo? ¿Por qué arriesgar?
Estando en la universidad, mi amigo Ernesto me presionó. Le conté que había descargado Tinder, pero también que no quería salir con nadie de ahí: no me interesaba, no era eso lo que andaba buscando.
“Usted le tiene miedo a los hombres”. Me quitó el teléfono y le envió un saludo como a ocho de los chats de la aplicación. “Es perfectamente entendible que usted conozca a gente por aquí”, insistió. “Usted estudia y trabaja. No tiene tiempo de conocer a gente nueva”.
Ninguna de esas conversaciones pasó de cinco líneas. Con otros sí conversé un poco… la misma conversación mecánica y aburrida la repetí varias veces.
No miento cuando digo que no la usaba para conocer personas. Odio la idea de descartar a la gente como en un catálogo. Seleccionar las mejores fotos y a partir de ahí, coleccionar likes. Para mí, era como un juego. Poner a prueba mi autoestima. ¿A cuántos de los hombres que me parecen atractivos les llamo la atención de vuelta?
La interacción que quería, estoy segura, era conmigo misma.
***
Las historias de miedo, que según mi experiencia, son la mayoría, ya las había escuchado muchas veces. En Internet sobran testimonios.
“Tinder puede ser un horrible paisaje de mal llamados ‘cumplidos’ sobre la forma en que se ven sus senos en su foto de perfil. Aunque es difícil de creer que alguien haya conocido a un compañero de vida allí, sucede”, se escribió en un artículo de Cosmopolitan.
"Estaba cansada de la forma en que los chicos de Tinder me estaban tratando, así que decidí borrarlo”, cuenta Alyssa, de 23 años, sobre cómo conoció a su prometido. “Abrí la aplicación para desactivarla y ahí fue cuando vi la cara de Josh. No solo encontré la foto de perfil de él gateando a través de barro, guapísimo, sino que también era un chico judío agradable de mi ciudad natal. Les dije a mis amigos que le daría 24 horas para charlar conmigo antes de que oficialmente eliminar la aplicación”.
“¿Por qué ya no me avergüenza decir 'Nos conocimos en Tinder'?”, tituló Morgan Olsen en un artículo publicado en Chicago Tribune. “Al igual que muchas mujeres de mi edad que han utilizado aplicaciones de citas, yo preferiría tener una historia de amor cursi acerca de cómo nos conocimos en una cafetería cuando nuestros ojos se encontraron”, continuó el texto. “Pero esa no es mi historia. Conocí a mi novio de un año a través de Tinder. En nuestra primera cita, nos tomamos unas copas y acordamos que nos queríamos ver otra vez. No hemos dejado de vernos desde esa noche”.
“Al final del día, le debo a Tinder algo de crédito. Lo usé para conocer a un tipo que me enloquece, y eso vale de algo. Tinder es una gran parte de mi historia de amor, y por eso no me disculparé”.
***
—No, no lo voy a hacer. Me da miedo.
—Por eso lo tiene que hacer, porque le da miedo.
Desde la pantalla grande del Cine Magaly, un diálogo me cacheteaba otra vez. Los personajes de Viaje, película de la costarricense Paz Fábrega me hablaban a mí, directamente.
El miedo siempre ha sido mi escudo, mi mecanismo de defensa hacia lo desconocido. Miedo a las alturas, miedo a las montañas rusas, a las películas de terror, a perder a alguien cercano, a publicar un texto que le cuenta a todo el país que conocí a mi novio por Tinder.
Ese par de segundos en pantalla revolcaron algo en mí. Estaba harta de tener miedo, de haberme metido en mi caparazón, de haber cerrado con llave y no arriesgar nunca.
Guardé ese diálogo como un mantra. Lo escribí en la pared de mi cuarto para no olvidarlo: para leerlo todos los días hasta que ya no fuera necesario hacerlo. Aún, de vez en cuando, sigue siendo necesario y por eso se mantiene ahí.
“Hola :)”. Fue un jueves, creo. Uno más. No quería otra conversación mecánica con alguien con quien nunca iba a salir.
No recuerdo bien qué temas tocamos al inicio, pero lo que sí recuerdo es que me enganchó. Durante tres o cuatro días no paramos de hablar, corrido, por mensajes. ¿Quién es esta persona y por qué me interesa tanto lo que estamos conversando?
Me invitó a salir.
—Luis, estoy hablando con alguien que fue compañero suyo en el colegio. Dígame todo lo que sabe.
—Uy, eso es peligroso. ¿Quién es?
—Se llama Diego.
—Ahhh bueno, él todo bien.
“Es perfectamente entendible que usted conozca a gente por Tinder”. La voz de Ernesto en mi cabeza de nuevo. “Usted estudia y trabaja”.
¿Qué podía perder?
Salimos a un restaurante y durante unas seis horas tuve la conversación más fluida, interesante y poco forzada que había tenido en mucho tiempo. Una que se ha alargado año y medio.
Como Morgan, no tengo una historia increíble que contar sobre cómo conocí a mi novio. No la necesito.
He aprendido muchas cosas durante este tiempo. Una de las más importantes, es, quizá, que el amor no –necesariamente– se encuentra en Tinder, ni en un bar, ni en una librería, ni en una fiesta de algún amigo en común.
Se encuentra cuando se abraza, con todas las fuerzas, la frase “dejarse de varas”. Esa misma que también provoca golpes violentos directos al estómago.
Mi libro favorito dice que hay que soportar dos o tres orugas si se quiere conocer las mariposas. Muchos encuentran en las orugas todo lo que están buscando. Si hay algo claro es que no hay receta para la felicidad.
A mí, personalmente, todas ellas –que ahora a la distancia se ven tan pequeñas, tan inofensivas– me enseñaron a valorar más cuando llegó una persona a moverme el piso y cambiarlo todo desde el lugar que menos lo esperaba.
Cada amor es diferente, pero este, el que encontré en Tinder, no lo cambio por nada.