Había perdido a su padre, dos hermanos y una hermana durante un bombardeo de la Luftwaffe, en la Segunda Guerra Mundial. Wim Van Hanegem, mítico mediocampista judío del Feyenoord de Rotterdam, era un zurdo de piernas en forma de paréntesis, disparo devastador e indoblegable espíritu de lucha. Compañero de Cruyff con la “Naranja Mecánica” subcampeona mundial en 1974, antes de entrar a jugar la final de 1974 contra Alemania, dijo: “Odio a los alemanes. Lo único que quiero es humillarlos. Mataron a mi padre, mis dos hermanos y mi hermana. Los odio”. Cuando Holanda cayó 2-1, lloró de rabia e impotencia, hundido en una profunda y redoblada sensación de injusticia.
Van Hanegem cometió un error capital: no procesó su odio, no lo transformó en anhelo de revancha deportiva, no logró elevarlo al plano lúdico (¡no era fácil hacerlo!): quería, devorar vivos a sus rivales. Estas emociones, al manifestarse de manera tan primaria, tan visceral, conspiran contra quien las experimenta. El resultado fue que, de pura ferocidad, Van Hanegem no jugó bien la final. Algo más: tal nivel de dolor y de mal digerido resentimiento no se habrían saciado aun cuando Holanda hubiese ganado 20-0. El odio de Van Hanegem era una batalla perdida desde siempre y para siempre: no era aniquilar a sus rivales lo que realmente quería, sino que estos no hubiesen jamás existido. Siendo el tiempo y la historia irreversibles, tal anhelo era insaciable. Repito: el odio se sabe desde siempre y por siempre derrotado. ¡Es imposible que lo que ha sido no sea! El tiempo es unidireccional, entrópico. No podemos montarnos en la máquina de H. G. Welles para hacer que algo que fue no haya sido. Es por eso que el odio se encona y se devora a sí mismo: su gestión es, por principio, imposible.
Van Hanegem jugó con la bilis, el jugo pancreático, la sangre… ¿Qué hubiera hecho yo, en su lugar? Exactamente lo mismo. Veo su rostro erosionado por las lágrimas, después de la derrota, y lo comprendo, lo comprendo desde el epicentro de mi alma. ¡Padre, hermana y dos hermanos asesinados! ¡Mil goles no vengarán cuatro muertes! ¡Ah, qué difícil, la ecuanimidad, cuando hemos sido heridos en el tuétano, en la raíz misma del alma!