Otro gallo cantaría si los equipos de fútbol contaran las derrotas sufridas por expulsiones de sus jugadores. Posiblemente contratarían primero al psicólogo y luego al entrenador. Porque la mayoría de tarjetas rojas son tontísimas.
En medio de esa presión por el triunfo, del temor al fracaso, de la exigencia del técnico, las dudas por la renovación del contrato y de la pasión contagiosa que baja de las gradas, el futbolista tiene que ser una especie de guerrero samurái: luchar sin tregua por la victoria, pero respetando los códigos de la batalla.
La televisión, en cambio, nos muestra imágenes patéticas que son retrato del peor deportista: un jugador escupiendo a otro, lanzando su zapato como arma desesperada, mordiendo al rival con semblante de lobo acorralado, otro que utiliza su dedo para herir las fibras más sensibles del pudor ajeno, o quien convierte su cabeza en un mazo y asesta un golpe de ira al adversario.
Y en medio de tanto macho bravío, de hombres que meten pata sin miedo, de gladiadores que dejan todo en la cancha, un psicólogo es visto como “el papa de las Barbies”, un tipo raro a quien necesitan los de mente débil, o un loquero que solo sirve para atender en el Psiquiátrico, “no aquí, en este equipo donde nadie está loco”.
Solo esas ideas pueden explicar que en el fútbol haya sobrevivido alguien como Gerardo Bedoya, colombiano ex seleccionado, militante de equipos en su país, Argentina y México, con 45 expulsiones a cuestas. Cuando dejó el uniforme y se estrenó de asistente del Independiente de Santa Fe, antes de la media hora, ya tenía la primera tarjeta roja en el banquillo.
¿Y qué decir de Sergio Ramos, héroe de mil batallas en el Madrid, pero eternamente cuestionado por sus 21 expulsiones con la camisa blanca? ¿O de Zidane, a quienes muchos recuerdan más por el cabezazo con que se despidió del fútbol que por las maravillosas jugadas con que engalanó su carrera?.
Beckham pateando a Simeone, Maradona a Batista, Hazard a un junta bolas. La lista de enormes futbolistas que sucumbieron a la ira es interminable. Ninguno ha de estar orgulloso por ceder ante esa jugada del duende perverso que habita iracundo en cada ser humano.
Así como no juegan hasta que el doctor lo autorice, muchos no deberían volver a la cancha sin el visto bueno del psicólogo.