Volvamos al tiro libre. Mientras Figueroa raspaba sus tacos contra el polvo, igual que el toro de lidia que se dispone a embestir, cuatro zagueros formábamos la barrera: Landy, el capitán, Chacón, la Lora (así le decían) y el suscrito. En el marco, Martín, nuestro guardameta. De Tín hay que decir que solventaba su baja estatura con los resortes que tenía en las rodillas; felino auténtico, Tín solía manotear balones que llevaban sello de gol, como escribíamos los cronistas de antes.
Landy era el capitán, un líder natural con un filoso sentido del humor y despistado en ocasiones. Una vez se encargó de anunciar al once estelar del Rácing y se banqueó, él solito. “¡Diay, me quedé por fuera!”, concluyó con resignación.
Chacón y la Lora eran inseparables, tan buenos amigos, que sus respectivas novias eran hermanas. Juntos las iban a ver en Ipís de Goicoechea y juntos se devolvían a pie, pasada la medianoche.
Chacón tenía una voz gruesa, pero el cantante era la Lora, romántico por los cuatros costados, lo que se dice un bolerista con sentimiento, falsete y calle.
De nuevo, el tiro libre. Mientras yo, un frágil zaguero, musitaba mis oraciones, el Negro arrancó como un jet al despegar. ¡Pum! El bombazo venía directo al rostro de la Lora. Sin embargo, Chacón, amigo en las buenas y en las malas, lo jaló del brazo. ¡Y se agacharon ambos!
Por supuesto, el trallazo nos traspasó. Nos volteamos, todos a una, para ver a Tin desviar magistralmente el disparo espectacular. Si bien el Negro parecía un misil humano, Tín era casi invencible.
Tin, Landy, la Lora… Aunque usted, amable lector, no los conoce, sé con certeza que, con otros nombres y sobrenombres, habrá vivido escenas semejantes, por la sencilla razón de que el fútbol es eterno. Se disfruta desde siempre y para siempre. En todo tiempo y lugar.