Imagine esta escena: Domingo, 1: 05 p.m. Un aficionado al futbol está sentado frente al televisor de la casa, observando el resumen del partido que acaba de ver. Cansado del saco y la corbata que viste de lunes a viernes, apela a una de las fórmulas de la comodidad: pantaloneta-camiseta-sandalias. Justo cuando bebe el último sorbo de la cuarta cerveza que ha consumido desde las 11 a. m., uno de los comentaristas revela una estadística que se ha tornado tan dominical como ir a misa: el tiempo efectivo de juego, que en este caso fue de 53 minutos.
Se trata de ese dato que indica cuántos minutos, de los 90 reglamentarios más los de reposición, el balón estuvo activo y no quieto mientras se cobraba un saque de banda, se realizaban los cambios de jugadores, se atendía a los lesionados o tenía lugar una trifulca en la cancha.
No obstante, el protagonista de esta historia no pensó en ello a pesar de ser un fiebre, un fanático; se puso filosófico, reflexivo, existencial... “Cuando yo muera, ¿cuál habrá sido mi tiempo efectivo de vida?”, se preguntó y de inmediato sintió un escalofrío de pies a cabeza. “¡Qué varas las mías, pensar en esto!”, se dijo buscando una razón para no prestarle mayor atención a un tema que lo incomodó, pues no estaba acostumbrado a enfrentarse con este tipo de temas; el corre corre de cada día no le daba tiempo.
Sin embargo, la pregunta se transformó en una bola que no dejó de rebotar en su mente. “Cuando muera, ¿cuál habrá sido mi tiempo efectivo de vida? Me gustaría saber si el resultado será positivo o negativo. Es decir, si al final de mis días habré invertido más tiempo en vivir que en cumplir, en comportarme como un ser humano más que como una pieza del engranaje, en seguir un guión al pie de la letra que en luchar por mis sueños”.
Apagó el televisor y siguió meditando. Hizo un breve repaso de sus 50 y tantos años de edad, poniendo sobre el plato izquierdo de la balanza todo lo que correspondía a obligaciones indeseadas, compromisos incómodos, convencionalismos absurdos, ego enfermizo, apariencias, actuaciones para satisfacer el qué dirán y el qué se espera de mí, luchas absurdas por el poder... y en el platillo derecho todo lo que estuviera en consonancia con ilusión, deseo, satisfacción, realización, solidaridad, generosidad, alegría, autenticidad, espontaneidad, amor...
No le gustó el balance; se sintió fuera de juego en relación con la vida. “Demasiada estrategia de camerino, demasiada jugada de pizarra, pero poca magia, poca libertad. ¡Por Dios, no soy un muñeco de futbolín, sino un jugador de carne, hueso y alma!”, pensó con dolor, mas no se quedó cruzado de brazos, como sentado cómodamente en la banca; tomó la decisión de trabajar para revertir el marcador final.