Ninguno de los apurados peatones de la capital había reparado en aquella tapa: pequeña como un dedal, plástica, roja, de rosca, típica de algún refresco gaseoso.
No era para menos que así fuera, porque ¿quién mira de reojo o se detiene a observar un objeto —en este caso, basura— que forma parte del paisaje nuestro de cada día?
Estaba a menos de un metro del estrecho agujero que da acceso a la alcantarilla; sí, esa abertura situada en la esquina de la cuadra, entre la acera y la parrilla de hierro donde desemboca el caño cuando llueve.
A esa hora del día, las 2 p. m., había burlado el escobón del barrendero municipal y las manos de los niños que recogen cualquier objeto.
La tapa ni siquiera había sido rozada por los vendedores de chances y lotería, los proveedores de flores, los clientes de las marisquerías, los compradores de maní, las empleadas de las sodas, los mendigos que imploran alguna moneda, las tortilleras que envuelven sus productos con hojas de plátano, los carniceros con delantales blancos, los dependientes de las cafeterías, los policías municipales.
¡Quién sabe desde cuándo estaba allí! ¡Quién sabe cuál fue el transeúnte capitalino que prefirió tirarla al suelo, ensuciar la ciudad, en vez de depositarla en alguno de los tantos basureros ubicados a lo largo de la Avenida Central de San José!
Claro, mejor aún si la hubiera destinado al reciclaje.
Sin embargo, la historia cambió de repente.
Apareció en escena un hombre de unos 40 años, alto, delgado, pantalón negro, camisa blanca con corbata, zapatillas negras, pelo bien recortado. “Un cajero de banco”, diría un adicto a los estereotipos; sin embargo podría tener razón tomando en cuenta la gran cantidad de bancos que hay en la capital.
Este personaje sí se fijó en la tapa roja de plástico.
Con actitud de quien no quiere la cosa, caminó despacio en dirección hacia este objeto; parecía que se disponía a recogerlo, pero en lugar de eso lo rozó con la punta del zapato, como si hubiera sido un hecho casual, y lo lanzó contra el estrecho agujero.
Acto seguido, celebró en silencio y sin aspavientos el gol que acababa de anotar.
Imaginó a la Avenida Central como un estadio y los demás transeúntes como aficionados al fútbol que coreaban enloquecidos la anotación.
Seamos sinceros: ¿quién no ha hecho un gol así?