Cuántas escenas de su existencia habrá repasado, mientras yacía en posición fetal en el fondo de la oscuridad, al tiempo que un centenar de atletas se movían como hormigas, ordenadamente, diligentemente, en denodado afán por salvarle la vida. Cuánta felicidad habrá experimentado al sentir el retumbo esperanzador de picos, palas y sierras, al compás de la respiración trémula de sus rescatistas, ¡tan cerca, tan lejos!
Minor Pérez sobrevivió apenas unas horas tras su dramático rescate, porque los designios del Creador son insondables. Entre la tarde del viernes y la mañana del sábado había resistido, con estoica agonía, la languidez de un reloj de arena que lo liberaba gradualmente del peso inmenso de la montaña. En su extenuante vigilia, al percibir a los ángeles del sudor y escuchar el verbo hecho bálsamo de su compañera, Minor supo que volvería a ver a sus seres queridos. Una vez más, por lo menos.
Si morir con las botas puestas suena a frase trillada, el excavador de La Garita la interpretó al pie de la letra. Fue un digno actor protagónico en la lucha por sobrevivir. Al ejemplo de quien batalló con valentía, hay que sumar y destacar la heroica disposición de todos cuantos se esforzaron por revertir su inesperado epitafio.
Los planos generales de la televisión mostraban a los equipos de rescatistas con sus camisetas amarillas, a los azules de la Cruz Roja y a decenas de voluntarios, cohesionados en una táctica de solidaridad que movilizó a la víctima a través de barro, palos y piedras, hasta el ulular de las sirenas. Después, el arribo al Hospital México y el quehacer minucioso e incesante de la ciencia médica. Minor Pérez abordó así el último andén, con la ilusión de vivir un mañana que, por paradoja de la humanidad, significa acercarse más y más a la muerte.
Un sorpresivo alud cubrió al hombre y su máquina. Sin embargo, la fuerza inconmensurable de la fe y el cabal cumplimiento del mandato universal del amor al prójimo, consiguieron mover la montaña.