Después del partido, llegaba presuroso al diario, me sentaba ante el teclado y lo primero que hacía era escribir el título. Ese era el norte, la hoja de ruta que seguiría la crónica, el indispensable punto de partida, pese a que, como me ocurría a veces, lo cambiaba a medio camino.
“¿Te hace falta el periódico?”, me preguntó mi esposa hace poco, en el transcurrir de una tarde dominical con café y sosiego. “Bueno, sí, confieso que experimento cierta nostalgia, pero con plena conciencia de que uno cumple etapas en la vida. Y aquellas intensas jornadas vespertinas en la sala de redacción, para mí, ya pasaron”, respondí.
La crónica es un género periodístico por excelencia. Exige transpiración, concentración, inspiración y empeño. Es un ejercicio de observación. Requiere del reportero la agudeza de mirar y de registrar cada detalle, dentro y en el entorno de la cancha, con la nerviosa caligrafía que emborronábamos los cronistas del pasado, a punta de tensión, libreta y trazo.
Actualmente, la cobertura escrita es distinta. Antes tecleábamos para el día siguiente. Ahora, los reporteros de prensa escrita redactan sus crónicas en tiempo real, minuto a minuto, mientras los usuarios del ordenador consumimos gradualmente el texto, un modo difícil de asimilar para una generación como la mía, que esperaba que llegara el diario al amanecer.
Nostalgia de fútbol escrito. El pregonero deslizaba el ejemplar por debajo de la puerta de la casa. Con una ilusión cada vez inédita, yo recorría el zaguán, lo recogía del piso, lo desplegaba sobre la mesa y lo empezaba a leer de atrás hacia delante, invariablemente, por la sección deportiva.
Añoranzas de tinta y papel. La tecnología informa al instante; sin embargo, sigo aspirando con fruición el olor del periódico impreso. Aunque, en aras del progreso y de la ecología, no hay de otra, ¡bienvenidos los nuevos tiempos!