El Brasil de 1950 era una aplanadora: pulverizó a México (4-0), España (6-1) y Suecia (7-1). La masacre contra España dio origen a la mofa colectiva “¡ole!”, propia de la tauromaquia, y coreada cuando un equipo baila a su rival. Zizinho y Ademir —botín de oro del certamen— eran fenómenos.
1950 ha sido el único mundial que se ha jugado sin una final. Brasil estaba destinado a alzarse con el trofeo, en virtud de su mejor diferencia de goles… Pero Uruguay generó un trauma colectivo derrotando a los anfitriones por 2-1 con el gol de Alcides Ghiggia, a 11 minutos del final.
Brasil, a quien un empate hubiese bastado para alzar la corona, cometió un pecado en el que ha reincidido muchas veces: el exceso de confianza.
Ghiggia rememoró: “Solo tres personas han silenciado al Maracaná: el Papa, Frank Sinatra y yo”. En efecto, su gol provocó olas de suicidios. Barbosa, el portero brasileño, no cubrió su poste: el disparo, rasante y ajustado al paral, se hundió en el marco. Fue culpabilizado por la derrota y relegado a la galería de los grandes villanos del fútbol.
La frustración de los brasileños tuvo por trágica consecuencia un recrudecimiento del racismo. Los jugadores negros (Barbosa lo era) cargaron el sambenito de su “inferioridad” con respecto a los blancos o mulatos. Una constatación basta para traerse abajo tal absurdidad: ¡Uruguay tenía igual cantidad de negros en su selección! Los futbolistas del Santos tuvieron que teñirse la piel con harina de arroz, a fin de hacerse pasar por blancos, y no ser agredidos por la afición. La negritud no sería reivindicada en Brasil hasta 1958, cuando Pelé, entre otros colosales negraos , le demostraran al mundo que si algo valía en Brasil, era el crisol de etnias que su historia había propiciado, y que tanta gloria le daría.
El equipo de 1950 era avasallador… pero el mundo los recordará siempre como perdedores. Barbosa reflexionó: “En Brasil, al más abyecto criminal lo encierran 30 años. Yo tengo 40 de ser señalado, y no me levantan mi pena”. Poco antes de morir, se topa a una señora en plena calle que le dice: “Usted es el culpable de que en 1950 todo Brasil llorase”. ¿Pueden ustedes imaginar el dolor del “villano”, del “traidor”? ¡Ah, la inherente crueldad del ser humano!