Amado Hidalgo
Miami Lakes. Florida. 1 p. m. del primer día del 2015. Apenas a una cuadra de donde viven Pablo, Evelyn y Camila, el lugar perfecto para mi rutina de ejercicios. Un pequeño parque con área para correr, una canchita de fútbol en el centro y un mini gimnasio.
Me acompaña Aixa –mi esposa–, mientras que Alejandro renunció a dejar la comodidad del aire acondicionado y permanece en la casa junto a mi sobrina Evelyn con su hija, y Pablo salió como todos los días a buscar el sustento de esa familia tica que ya echó raíces en su tierra prometida.
El olor a zacate y la molestia en una rodilla me desvían del sendero pavimentado para correr y decido hacerlo alrededor de la cancha. No solo me huele a fútbol sino que me siento más en casa, rodeando a un grupo de niños y jóvenes que comparten mi idioma, pero que además los une ese rito universal de perseguir una pelota para patearla, driblar con ella y buscar la portería.
Empiezan 4 contra 4. Después se suman dos más de cada lado y aquello se convierte en una fiesta de goles. La bola es del Barça , pero el más pequeño y habilidoso lleva la camisa del Real Madrid, con el James en la espalda. Los demás son un arco iris de colores y camisolas. Ya cada uno tiene su identificación: al niño madridista lo llaman como al talentoso colombiano. ¡“Pasala gordo”!. “¡ Tirantes… Aquí!”. “¡ Qué buen gol, negro”.
Mejenga, picaña, picadito, cascarita. No importa si lo dice un tico, un colombiano, chileno, hondureño o mexicano. Ese pequeño escenario y ese ritual cortejando una pelota, de seguro se está repitiendo en muchos rincones del planeta, en un primer día del año que hace felices a todos los que tienen la bendición de hallar un grupo de cómplices para estrenar bola navideña.
Porque esa pelota es y será siempre el mejor regalo decembrino y el arma más poderosa para que un grupo de niños-hombres jueguen como hermanos y se abracen entrañablemente.