Rustenburgo. Después de recetar futbol en tres turnos diferentes, en un continente donde mucha gente come solo una vez al día, o no come del todo, el Mundial se toma un descanso.
Llegó la hora de conocer la África de las películas de Tarzán. Hasta ahora todo fueron estadios, ciudades grandes y carreteras con embotellamientos de primer mundo. Dejemos descansar a Kaká y conozcamos a Marula.
En el camino a Rustenburgo, a hora y media de Johannesburgo, está el Santuario de Elefantes abierto al público. Con semejante nombre, el gancho para los turistas está garantizado. Por si acaso, los dueños pusieron unos animalitos de artesanía en la entrada, como si fueran recepcionistas.
Es una reserva privada, con seis elefantes rescatados de la selva, donde corrían el riesgo de ser presa de los traficantes de marfil.
La mayoría llegó desde pequeños, solo unos meses de nacidos, y recibieron un proceso de “educación” para acostumbrarse a convivir con humanos. Uno de ellos es Tempa, noble y bonachón, que estira la pata, se deja rascar detrás de la oreja y pega gritos cuando sus instructores se lo piden.
Pero también está Marula, que tiene mal carácter. Llegó al santuario con dos años, muy viejo para aprender rápidamente de modales. Todavía no memoriza el manual de urbanidad, así que los guías lanzan advertencias.
“Lo pueden alimentar, pero nada más. Apenas le den la comida, retírense a no menos de tres metros”, explicó ayer Simba, trabajador del refugio,
Fuimos junto a un grupo de 20 turistas, donde había mexicanos, italianos, costarricenses y otras nacionalidades. Todos volvimos a ver a Marula con desconfianza: aquella mole era capaz de mandar a cualquiera hasta Nigeria de una sola trompada, sin mucho esfuerzo, como quien se espanta una mosca de encima.
El guía puso un balde con unas ramas cortadas en trozos pequeños e invitó a los visitantes a ofrecerle el banquete. Siempre hay un valiente que se “avienta” de primero; en este caso fue un mexicano de botas, anteojos oscuros y bigotazo tupido, apenas para ponerlo a tocar el acordeón en un video de los Tigres del Norte.
Todos nos quedamos mudos mientras el voluntario daba pasos largos para disimular el miedo. Una italiana volvió a ver para otro lado. Los amigos del mexicano empezaron a redactar en voz baja la esquela.
Marula ni se dio por enterado. Estiró la trompa, dejó que le pusieran el bocado y se lo tragó en un santiamén, sin decir gracias, que eso todavía no se lo enseñan.
Los demás agarramos valor. El mexicano salió vivo de la aventura, una excelente señal, así que la fila en el barril de alimento se hizo grande. Hasta los niños se animaron, acompañados por el guía.
El elefante seguía comiendo de a puños, con gesto de fastidio, mientras los visitantes lo capturaban en fotografías.
Como el mundo está lleno de confianzudos, Simba tuvo que reiterar las advertencias: “Le dan el alimento y se retiran, por favor”. Así que cuando le ofrecen comida, y gratis, está de buen humor; cuando le retiran el plato, empieza a hacer caras: me recuerda a gente que conozco.
A Marula lo tienen aislado, mientras aprende a comportarse. Pero hasta donde se ve, lleva una vida buena: le sirven la comida en la boca, lo bañan y tiene un veterinario que le pone al día el carné de vacunas. Su carácter está mejorando, se lleva bien con los turistas, de vez en cuando sonríe y en la tarde pide permiso para ver los partidos del Mundial.