Buenos Aires
Antítesis de casi todas las estrellas del deporte, es número uno del mundo, pero no es ídolo.
No lo es en la Argentina, donde le exigen un campeonato mundial como condición para quererlo, y tampoco en Barcelona, al que le dio 390 goles y 21 títulos, pero al primer año sin conquistas lo hallaron culpable del fracaso del club. El hincha argentino lo tiene en la mira telescópica, aunque aún no ha quitado el seguro; y el barcelonismo nunca le brindó una muestra de amor verdadero.
Messi es admirado, no idolatrado. Ídolo fue Maradona en Nápoles, Garrincha en Brasil, es Cristiano en el Madrid, Totti en la Roma. La culpa es suya: Messi no tiene tatuajes, no usa barba de diez días ni peinados extravagantes, no es rebelde ni indisciplinado, no hace declaraciones altisonantes ni se pelea con nadie, tampoco es excéntrico ni ostentoso. Nadie lo ve en una Ferrari o en fiestas glamorosas ni mezclado en romances de farándula. Un antidivo.
Y lo peor de todo: no da para nada el perfil del genio indolente, una figura que seduce a las multitudes. Él solamente mete goles, gana partidos. Lleva una vida simple, es tímido e introvertido, casi no concede entrevistas. A la diez de la noche está en su casa en chancletas mirando tele o dándole la leche al nene; eso es intolerable para el público, que de un ídolo espera historias fascinantes.
El Mágico González, aquel habilísimo puntero salvadoreño, es poco menos que el patrono de Cádiz, donde brilló en los 80. Pasaba las noches con mujeres, bebiendo y fumando, pero al día siguiente metía uno o dos goles y los hinchas amarillos deliraban de emoción.
“Al Mágico lo han encontrado esta mañana a las ocho, durmiendo en un bar, y fijate tu, hoy es la figura de la cancha, un tío genial...”, comenta extasiado un aficionado en un especial de ESPN sobre la carrera del crack centroamericano. Sumada a sus grandes cualidades, la fama de farrero lo convirtió en un sujeto de culto.
Messi juega muchísimo más que todos, pero otros lo igualan con promoción, marketing, imagen, carisma o demagogia. La sencillez, en él, es un pelotazo en contra. Un genio correcto, discreto y casero no es un genio en el imaginario de la gente.
Con el crack de fútbol sucede que el talento genera la aprobación inicial, luego las actitudes públicas, su forma de conducirse, lo que declara, hacen que uno lo unja favorito o no. Es difícil disociar al deportista de la persona. Y para este cronista, Messi es el modelo perfecto de deportista.
Lo hachan y no llora ni protesta, se levanta y juega. No hace tiempo, no pega. Arma un jugadón y un compañero lo desperdicia; no dice nada, arma otro...
Toma la pelota y va para adelante siempre, no pelea con los rivales ni con los árbitros ni el público ni la prensa. Le han dicho miles de cosas, nunca responde, no es un hábil declarante. Messi habla en la cancha. “Creíamos que era mudo hasta que, siendo infantiles y gracias al Play Station , descubrimos que hablaba”, contó Cesc Fábregas.
Habla con la pelota. ¡Y las cosas que dice...! En el césped es el más grande de todos.
Maradona es la habilidad cumbre de este juego, con una rebeldía emocionante. Pelé, el jugador más ganador de la historia, en goles, títulos y espíritu. Messi es la zurda de Maradona y el sentido del gol de Pelé, pero con más velocidad que los dos. Y puesto en un contexto infinitamente más difícil que el de hace 30, 50 o 60 años.
No tenemos un átomo de duda: en 1960, con la velocidad, las marcas y los arqueros de entonces, Messi hubiera anotado dos mil goles. Por rapidez natural, sensibilidad con la pelota y técnica de remate. Además, no es delantero neto.
“En el mismo nivel que Maradona y Pelé está Messi, en la galería de los mejores de todos los tiempos”, dice Alex Ferguson. Si es primero, segundo o tercero, el tiempo lo dirá. Lo increíble en él es la regularidad en la excelencia. Casi no se le conocen partidos realmente malos.
Si alguna vez se corona campeón del mundo o no, no cambiará nada; en su relación con el balón, a toda velocidad, es único. Y la belleza no se mide por estadísticas.
Un Mundial es un mes cada cuatro años, siete partidos, una gran carrera dura 17 o 18 temporadas. Si todo fuera por lo que acontece en un Mundial, Miroslav Klose sería el mejor de la historia, porque fue campeón y es el máximo artillero mundialista, pero a nadie se le ocurriría pensar tal cosa. Messi es el uno de la historia para cientos de entrenadores y exjugadores, que saben lo que se puede llegar a hacer o no hacer en un campo de juego.
En la anterior, la peor temporada de Leo en diez años de Primera por sus lesiones y por el derrumbe del Barcelona como equipo, registró 48 goles y 15 asistencias. ¡El año en que fracasó, la mandó 48 veces a la red...! Eso sólo lo dimensiona. En cualquier época, cuando un futbolista marca 48 goles es un suceso extraordinario. En él es una mala temporada, su año negro.
Se advierte una notable evolución en su juego: arrancó como un puntero derecho endiablado; Guardiola lo ubicó como nueve y medio, en el vértice entre Xavi e Iniesta; ahora, por la declinación de estos y por la necesidad del equipo de un armador de juego, se volcó más atrás, con lo cual organiza y asiste con clarividencia.
Este jueves 16 se cumplió una década de su estreno oficial en Primera División frente al Espanyol. Roguemos por otros seis, siete u ocho años iguales. Somos afortunados de ser sus contemporáneos y verlo dar dos funciones por semana, en directo y a color, cuando no esté más, lo extrañaremos.