La endeble democracia haitiana se tambalea, estremecida por una alarmante ola de violencia que, en casi un mes, ha dejado un saldo trágico de 50 muertos. El número de víctimas podría ser mayor. Lo cierto es que Haití se enfila peligrosamente hacia una situación caótica. La violencia, desde luego, ha sido un fenómeno endémico en la empobrecida nación antillana. Antaño, la satrapía de Duvalier solía desencadenar cruentas batidas contra sus opositores, reales o imaginarios. Hoy, sin embargo, quien atiza la confrontación e incita los excesos de las turbas callejeras es Jean-Bertrand Aristide, el ex Mandatario popularmente electo en 1990, derrocado por los militares menos de un año después y reinstalado en 1994 gracias a una intervención armada de Estados Unidos.
Lamentablemente, Aristide ha retomado su vieja retórica antioccidental y las gastadas consignas de la teología de la liberación que profesaba en sus épocas de sacerdote renegado. También recayó en el antiguo hábito de culpar a Estados Unidos por todos los males del sufrido país isleño. Curioso giro de quien, en el exilio, al tiempo que recibía complacido la munificencia y el apoyo diplomático de Washington, aparentaba moderación. Complacido, mas no agradecido con aquellos que le devolvieron la Presidencia, proporcionándole además una poderosa guardia pretoriana.
De vuelta en Palacio, Aristide consideró perpetuarse en el poder, tentación que confesó en repetidas ocasiones ante sus seguidores. No obstante, tal pretensión no calzaba con el rescate de la democracia haitiana alegado por Estados Unidos para arriesgar vidas norteamericanas mediante un despliegue bélico en el Caribe. Además, su sucesor, René Préval, fue postulado por Lavalas, la misma organización política promotora del triunfo electoral de 1990. Aunque el desenlace de 1995 lucía incuestionable, Aristide generó incertidumbre con sus declaraciones sibilinas en torno a la sucesión presidencial. Empero, rodeado de una multitud de periodistas, observadores y tropas del extranjero a la expectativa de una transición pacífica, no tuvo otro camino que entregar el mando.
Con todo, la intervención norteamericana tuvo una falla fundamental: carecía de metas de desarrollo nacional, de articulación de consensos sociales amplios para asegurar el surgimiento y arraigo de las instituciones democráticas. En realidad, resultó exagerado que la superpotencia recurriera a la vía armada para inducir a una corrupta gavilla castrense a salir del país. Al fin de cuentas, y los hechos así lo demostraron, una advertencia telefónica y, posiblemente, una transferencia de fondos a Suiza bastaban.
Igual que tantas otras empresas de Washington, entre ellas la reciente en Bosnia, el despliegue militar en Haití fue visualizado como un proyecto de cortísimo plazo limitado a la reinstauración de Aristide. Asimismo, la iniciativa se originó más en presiones electorales internas de Estados Unidos que en la necesidad de crear condiciones durables de pluralismo político en Haití. Las consecuencias de ese yerro están ahora a la vista.
Préval, infinitamente más sensato que su antecesor, se dedicó a sentar las bases de una economía sana en Haití. El respetado primer ministro, Rosny Smarth, adoptó programas para edificar un sistema de mercado y libre comercio externo. Enfrentado a una ruina generalizada y con el fisco en quiebra, solicitó asistencia financiera internacional para lo cual el Presidente tocó puertas en las principales capitales del mundo. Un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) puso en marcha las medidas oficiales que, por desgracia, implicaron despidos de burócratas, cierre de empresas estatales, ajustes de impuestos y sacrificios temporales.
Distanciado de Préval, Aristide reasumió su irresponsable papel demagógico para atacar furiosamente el programa económico del Gobierno y minar su autoridad. En el explosivo clima haitiano, el ex Presidente encendió una llama ominosa de violencia y atizó rencores subyacentes. De esta forma, el supuesto adalid de la democracia nuevamente devino en propulsor del autoritarismo, con él a la cabeza, por supuesto. Bien harían los gobiernos y dirigentes foráneos que otrora le brindaron apoyo, en demandar de Aristide una conducta más consecuente. Enardecer al vulgo nada resolverá en Haití ni en ningún lugar del orbe.
Discrepar es normal en una democracia. El contraste de ideas constituye un proceso esencial para encontrar soluciones a problemas nacionales. No obstante, los mecanismos del pluralismo exigen un mínimo de civilidad y cordura y, sobre todo, de responsabilidad cívica en los líderes políticos. Aristide ha hecho algo abismalmente distinto. No discrepa sino exhorta al encono y alienta desmanes. Su actitud es hoy la misma que en 1991 estimuló la rebelión militar y su derrocamiento. Haití no necesita credos de violencia sino urgentes fórmulas de concertación. Sin esa coincidencia básica y ayuna de una atmósfera de paz, la nación más pobre del hemisferio jamás saldrá de la miseria que la agobia. He ahí una agenda prioritaria para la diplomacia latinoamericana.