Que nadie se ofenda, pero nuestro país enfrenta una epidemia: se esparce como pólvora el virus del exceso de corrección política. Mientras avanzamos hacia una sociedad más abierta, más inclusiva, más plural, nos sumergimos en una excesiva susceptibilidad que acabará por dejarnos mudos.
La “corrección política” es el nombre sofisticado para el supremo arte de la hipocresía. De no llamar a nada por su nombre, y en su lugar usar apodos más “aceptables”. Esta tendencia tiene su origen en la deseable civilización del lenguaje, y castiga cualquier expresión de homofobia, racismo, xenofobia, sexismo, maltrato animal, irrespeto por la discapacidad, por las creencias, las instituciones, la religión.
No seré yo quién lo cuestione: la intensión es absolutamente positiva. El problema es que no sepamos cuándo detenernos. Que la corrección se salga de control y se convierta en una espiral que engorda en susceptibilidad mientras ayuna sentido común.
Esta epidemia de excesiva decencia afecta a la prensa, a los políticos, a la publicidad, al humor. Afecta la forma en que nos comunicamos, el lenguaje, que deja de reflejar la realidad para limitarse a disimularla.
Trate de hacer un chiste sobre un perro por estos días, y me cuenta cómo le va. O sobre un gordo, sobre la Negrita, sobre Mahoma, sobre un extranjero, o un viejito.
Ya solo nos permitimos decir “personas con capacidades especiales”, “afrodescendientes”, “personas sexualmente diversas”, “sexoservidora”, y una larga
colección de eufemismos. Somos correctísimos de la boca para afuera, pero hacemos bastante menos por cambiar nuestra actitud hacia esas poblaciones vulnerables. Son términos “más correctos” que poco ayudan a normalizar nuestra convivencia. ¿No es irónico? No solo no visibilizamos a las minorías, sino que las suprimimos hasta del lenguaje popular.
Así, cada día amanecemos con nuevos tabúes, más asuntos prohibidos, más temas sagrados. Estamos llegando al punto en que tener una opinión implica ofender a alguien. Ser correcto es, entonces, dejar de hablar como uno quiere, para empezar a hablar como uno teme.
El mayor peligro cuando todos somos correctos, es que se aplana el discurso. En ese escenario, los oportunistas encuentran terreno fértil para destacar a punta impertinencias y provocaciones. Con solo romper la homogeneidad alcanzan notoriedad con sus diatribas efectistas. Lo ilustra bien un refrán políticamente incorrecto: “En un mundo de ciegos, el tuerto es rey”. Es la receta del infumable Donald Trump, y que conocen bien Nicolás Maduro, Silvio Berlusconi o nuestro adalid criollo de la incorrección insensata, Justo Orozco.
Cuidado. ¡Que lo “correcto” no acabe con lo sensato! Que no nos dejen sin espacio para el humor, la fisga, la sátira y el sarcasmo. Todos, ejercicios necesarios para reírnos de nosotros mismos, para incomodarnos. Para decir, al menos de vez en cuando, las cosas como son. O como era antes.