Me conmovió la lucha de aquel hombre viejo contra la tupida maleza semiseca de un lote baldío en la ciudad de Liberia.
Era apenas media mañana de un día cualquiera del 89, pero el sol ya castigaba a la población sin miramientos.
Luego de observarlo un rato, decidí entrar al predio con la idea de fotografiarlo pues andaba en busca de una imagen atractiva para la portada de mi periódico El Guanacasteco.
El anciano volaba machete con gran dificultad en un terreno cercano al Estadio Edgardo Baltodano Briceño poblado de escobilla, mata comefilo que mina fuerzas y adelgaza limas.
Mientras pasé inadvertido a sus espaldas recordé los días en que hice de peón en algunas fincas de Tilarán en años mozos.
Y me volvió a doler la rodilla izquierda al pensar en el filazo que sufrí al no dominar la herramienta cuando resbaló por un tronco.
Lo viví poco, pero suficiente para compadecerme de corazón del anciano que tenía al frente.
No pude evitar preguntarme cómo era posible que el Estado se mostrara indiferente ante una persona quien seguramente no tuvo infancia, siquiera, y seguía en esa ingrata pelea por el sustento diario.
Cuando notó que lo observaba detuvo la refriega y, receloso, sacó la lima para afilar, mientras intentaba encararme con hidalguía.
–Buenos días, señor–, le dije en tono ameno para romper el hielo.
Estábamos a pocos pasos uno del otro y pude ver sus rasgos claramente bajo el sombrero de lona de ala ancha y mecate con crin en las puntas.
Era un hombre cercano a los ochenta, de piel blanca quemada por el sol, con rostro marcado sin piedad por los años y una mirada triste que de entrada permitía ver hasta el fondo del alma.
Con mi conocimiento de la crudeza del campo le arranqué palabras poco a poco, hasta casi entablar conversación.
Entonces supe que en sus buenos tiempos fue orillero en haciendas liberianas, lo que implicaba que marcó el paso a los demás trabajadores durante la jornada laboral.
Esas fueron épocas en que todos los peones debían llegar hasta donde lo hacía el orillero, y quien no lo lograba recibía comida, pero no paga.
–Me da verguenza y tristeza decirlo, pero yo maltraté a muchos hombres–, confesó el anciano en tono quedo.
Y pensar que en ciertas empresas modernas aún hay orilleros.