Íbamos por la calle principal de Guadalupe, rumbo oeste. Serían cerca de las cuatro de la tarde. El tráfico, masa viscosa que se arrastra, lenta, pesada, a lo largo de nuestras henchidas arterias. ¿Cómo es posible que a San José no le haya dado aún una hemorragia cerebral? ¿No convendría administrarle un anticoagulante, a fin de fluidificar la permanente trombosis, la flebitis congestiva de su sistema circulatorio?
Mi amigo taxista optó por una maniobra un tanto imprevista. Rayó al vehículo que estaba frente a él y se posicionó por delante, robándole lo que, in fine, no constituía más que unos cuatro metros de espacio.
En las pistas del circuito de Le Mans, esta diferencia es dramática, definitoria. En San José, risible. El conductor “madrugado” nos obsequió un pitazo entonado con perfecta afinación, ritmo y fraseo impecables. El taxista no contestó. Creí que le respondería con el sempiterno tercer dedo, que surge, erecto cual mástil, de la ventana, y al que solo faltaría amarrar una bandera para conferirle cierta épica dignidad.
Para mi sorpresa, no lo hizo. Antes bien, se bajó del carro y se dirigió hacia el conductor agraviado. Temí lo peor. Una fuga a dos voces de insultos, procacidades, desafíos, simiesco percutir de tórax, invocaciones a los nobles ancestros de ambos árboles genealógicos, con énfasis –como siempre– en las mujeres.
Seguí al taxista. Era mi amigo. No podía quedarme sentadote en mi asiento mientras él se liaba a golpes con un desconocido. No era mi intención prestarle refuerzo muscular –viniendo de mí, tal ayuda hubiese sido nimia–, sino intentar serenarlo.
Lo imprevisto. Y aquí tuvo lugar el prodigio, la teofanía. Mientras el conductor se aprestaba a descender del carro para enfrentar al taxista, en quien comprensiblemente asumió una actitud hostil, sucedió lo inimaginable. Mi amigo se acercó al conductor, y con las manos lo instó a calmarse, garantizándole que nada tenía que temer de él. Llegó a su lado y apoyó su cuerpo contra la ventana del carro. El conductor estaba perplejo, desconcertado.
“Mire, señor, vengo a ofrecerle disculpas. Yo sé que no debí haberle rayado de esa manera. Lo hice porque… pues no sé. Este oficio es sumamente estresante y a veces uno cede a impulsos muy primarios. Pero sé que le falté al respeto, y eso me llena de pesar. Lo que es más: pasaría el resto del día mortificado, si no le expresara esto”.
“Y a qué viene todo esto?” –preguntó agriamente el conductor, que no parecía capaz de modular de la actitud agresiva al apaciguamiento que tales palabras inspiraban–.
“Pues mire, señor, la verdad de las cosas es que desde hace tres meses comencé a ir a la iglesia, a instancias de mi esposa. Ahora estoy tratando de vivir como un buen cristiano. No es fácil, nada fácil, y sé que usted posiblemente no entienda de qué rayos le estoy hablando. Supongo que si le ofrezco disculpas, es más por respeto a mí mismo que a usted. Porque la verdad es que, en efecto, con mi acción, yo me falté el respeto, me degradé, me subrepresenté como ser humano. Y por eso decidí bajar del carro para ofrecerle disculpas.
”Comprendería que usted me tome por un loco: yo sé que mi gesto no es frecuente en nuestras calles. Pero me nace hacerlo. No puede ser que esos tres meses de oír al padre predicar sobre el amor, la misericordia, el respeto, caigan en saco roto. Simplemente, no puede ser. Si me metí en la religión, fue para tomarla en serio. Así que de nuevo, señor, acepte por favor mis disculpas. Yo ahora subo a mi taxi y lo dejo pasar para que recupere su lugar. Que tenga muy buenas tardes, y que Dios me lo acompañe”. Y eso fue exactamente lo que hizo.
Ética laica. ¡Tanto se habla hoy sobre la necesidad de cimentar una ética de fundamento laico, sobre la perentoriedad de la cultura seglar, sobre el humanismo emancipado de toda religión, basado únicamente en el respeto por lo esencial humano! Las éticas laicas, implícitas o explícitas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, Spinoza, Kant, Stuart Mill, Marx, Sartre, Lévinas, Camus, Comte-Sponville…
Creo, en efecto, en la necesidad de esculpir una ética de fundamento laico, y no pienso, en modo alguno, que la Iglesia –cualquier Iglesia– sea necesaria –y a fortiori, indispensable– como garante de una convivencia armónica y digna entre los seres humanos.
Muy bien. Eso está claro. Pero a la luz de lo que esa tarde viví, no pude evitar preguntarme, por otra parte, ¿en qué podría ser nocivo para nuestra cohesión social el mensaje axial de amor y misericordia de la Iglesia? ¿Por qué habríamos de querer fumigarla a toda costa de nuestra cultura? ¿No había, en efecto, transformado desde la raíz del ser a mi amigo taxista? ¿No había acaso sido testigo de lo que, por poco, podría ser calificado como un milagro? ¿Cuán pérfida y deletérea podría ser una institución capaz de generar tal nivel de conciencia y de purgar la agresividad de un hombre por lo demás tan rústico, un taxista proclive, en virtud de su profesión, a la impulsividad y la volatilidad temperamental? ¿Por qué ensañarse contra un corpus cuya fuerza civilizadora, pacificadora, armonizadora, es tan ostensible? Como diría Harper Lee, ¿no sería como pretender matar a un ruiseñor?
Cambio radical. Era obvio que en la iglesia a la que asistía mi amigo taxista había un padre –que no conoceré jamás– que conocía su oficio. Sus homilías habían tocado los estratos profundos de un hombre que, tres meses atrás, no habría vacilado en liarse a golpes con su depredador vial.
¡Buen trabajo! ¿Por qué no reconocerlo? Educación rigurosamente laica, Estado seglar, anticlericalismo rabioso, antirreligiosidad comtiana, positivista y existencialista, asesinato edípico de Dios por parte de Nietzsche, cientificismo ateo…
Iglesia amordazada, fiscalizada, humillada, vapuleda. Amigos: ¿tan pestífero es el aliento del dragón que estamos tratando de matar? De la tentacular teocracia medieval a la kenosis de Simone Weil: iglesia despojada, agostada, fragilizada… Del “Gran Inquisidor” de Iván Karamazov al laissez-faire, laissez-passer contemporáneo…
No lo sé. Creo que se nos ha ido la mano. Quizás si hubiesen ustedes compartido mi experiencia con el taxista comprenderían mejor mi sentir, y acaso no me tendrían ahora por recoleto y moralista.
El autor es pianista y escritor.