A mediados del siglo XX, en las periferias de las principales ciudades de la Meseta Central eran inexistentes los barrios miserables formados por chabolas o tugurios. Mucho ha cambiado el panorama desde entonces pues, por doquiera es patente el hacinamiento de las moradas de gente menesterosa que vive entre latas retorcidas y paredes de cartón, incluso en zonas urbanas.
Una lastimosa “tugurización” ha invadido nuestro paisaje. En los últimos sesenta años, el deterioro del sector vivienda en Costa Rica ha sido progresivo y traumático, y pareciera que nos hemos acostumbrado a ver la alarmante precarización habitacional como algo normal.
Los datos que emana el Informe Estado de la Nación en cuanto a desarrollo humano sostenible, del 2011, son elocuentes: en ese año el número de hogares pobres alcanzó los valores más altos desde 1990: 287.367 en pobreza total y 85.557 en pobreza extrema, el 21,6% de los hogares. Por su parte, el informe del 2012 determinó que “1.140.435 personas son pobres, cifra máxima en la historia del país”.
Sería un enorme equívoco considerar aceptables esos índices de pobreza y de miseria, patologías sociales que se ensañan contra más de la quinta parte de los costarricenses. En cuanto al sector vivienda, que tiene relación directa con las referencias anteriores, cabe inquirir: ¿Cuál ha sido la génesis de tanta ruina? ¿Qué ha sucedido?
Sin duda, se confabulan una multiplicidad de factores pero, entre otros, mucha responsabilidad la han tenido los políticos y, detrás de ellos, sus respectivos partidos, que han olvidado los elementos filosóficos inherentes a la política. “Nuestras instituciones democráticas son firmes –afirma Enrique Obregón– y están bien orientadas, únicas que pueden garantizar la estabilidad política. Son una conquista, un valor que debemos defender. ¿Por qué esas instituciones no logran funcionar bien? Es la pregunta que demanda inmediata respuesta” ( La Nación, 11-12-2013).
En efecto, el país vive inmerso en una tremenda crisis institucional en cuanto al sector vivienda se refiere, preso en las garras de la politización del Estado. Desde luego, no debemos olvidar que la intervención del Estado costarricense resulta fundamental para resolver la precariedad habitacional, sin vislumbres de solución a corto plazo.
Las nefastas consecuencias de las cifras antes mencionadas nos involucra a todos: presión sobre la tenencia de la tierra, proliferación de barrios misérrimos, invasión de terrenos privados como una desesperada expresión de protesta. La desigualdad conduce al terrorismo callejero y a más polarización económica. Es un círculo sin fin, y una ruleta rusa: tarde o temprano ¿estallará un enorme descontento social de consecuencias impredecibles?
‘Tugurización’ creciente. “Hoy –nos dice el papa Francisco en la exhortación apostólica Evangelii Gaudium, acusado de marxista por ultraconservadores e ignorantes de pacotilla– en muchas partes se reclama mayor seguridad. Pero hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad… será imposible erradicar la violencia. Se acusa de la violencia a los pobres… pero, sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión… encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión”.
Sospecho que, a la hora de detentar el poder, demasiados políticos padecen de sordera y miopía. Cabe aquí formular una pregunta incómoda: ¿Quiénes han gobernado en Costa Rica desde mediados del siglo pasado? ¿Acaso no han sido partidos democráticos incapaces de solucionar, a su debido tiempo, el alarmante y dramático crecimiento de la “tugurización”?
Vale la pena concientizarnos con el hecho de que, a partir de la guerra civil de 1948, para infortunio del país, los partidos políticos tradicionales permanecen al margen de un verdadero proyecto nacional, inclusivo, suprapartidista y convergente, que pueda y quiera combatir la miseria extrema, el injusto y peligroso desequilibrio económico que aumenta la polarización año tras año, y la proliferación de casas paupérrimas que ofenden nuestra democracia.
Cada familia tiene el derecho de habitar una casa decorosa, acorde con la dignidad del ser humano: una verdad incuestionable en la que deberíamos meditar los electores y, por supuesto, los candidatos a la presidencia de la República. Sin embargo, me temo que todavía, ni unos ni otros, lo hayamos hecho con la honestidad que se requiere.
En el caso de los aspirantes a la presidencia de la República, no han utilizado un razonamiento lógico ni patriótico, que trascienda los acostumbrados remiendos, los trillados eslóganes demagógicos y los ridículos parches recetados durante cada campaña electoral.
En el diálogo La República o de lo justo, Platón se ocupa en “fundar un gobierno feliz… un Estado en que la felicidad no se halle repartida entre un pequeño número de particulares, sino que sea común a toda la sociedad” . Y Platón, en la armonía del Olimpo, estará de acuerdo conmigo –quiero pecar de irreverente– si le agrego a su idea de gobierno el de “vivienda digna” para que, también, sea un atributo común a toda la sociedad.
De idealismo, utopías y esperanza, también vivimos los seres humanos.