HAMBURGO – Con la muerte de Helmut Kohl, nos abandonó “la mayor figura del continente europeo por décadas”, según describió Bill Clinton al excanciller alemán. Kohl poseía la mayoría de los talentos de un político exitoso: ambición, implacabilidad, tenacidad, habilidades tácticas y una percepción de la mentalidad de la gente de a pie. A diferencia de sus dos predecesores, Willy Brandt y Helmut Schmidt, no tenía carisma (que Brandt tenía en abundancia) ni el don de la palabra. Lo que sí tenía, en contraste con sus sucesores, era una visión clara del futuro de su país. Fue esto lo que permitió a Kohl lograr lo inimaginable hasta ese momento: la reunificación de Alemania dentro de una Europa unida.
Especialmente en Alemania, muchos de los que recuerdan aquellos extraordinarios meses de finales de 1989 y principios de 1990, cuando se esfumó el control soviético sobre Europa Oriental, todavía parecen sorprenderse de que este hombre supuestamente provinciano y normal hasta el aburrimiento hubiera aprovechado la oportunidad de unir a su dividido país, superando hábilmente a sus oponentes. Parecen pensar que tuvo la suerte de estar en el lugar correcto en el momento adecuado.
Pero en diplomacia los resultados afortunados rara vez son cuestión de azar; la suerte hay que ganarla. En el verano de 1989, Kohl estaba tan sorprendido como todos por la velocidad de los acontecimientos. Sin embargo, desde que se convirtiera en canciller en 1982 se había ido preparando para el posible llamado de la historia.
Los asuntos de política interna exigían inevitablemente la atención y las habilidades de Kohl; de no haber sido así, no habría logrado gobernar su partido y su país durante más tiempo que cualquier canciller alemán desde Otto von Bismarck. Pero lo que coronaba sus pensamientos y hacía florecer sus mayores dones era el objetivo de asegurar el futuro de Alemania dentro de una Europa en paz. Como periodista del semanario alemán Die Zeit en aquel entonces, tuve frecuentes intercambios personales con él en su oficina de Bonn. Solía decirme que “la política exterior es más importante que la política interna, porque los errores pueden ser muy costosos”.
Su principal método para evitar errores fue desarrollar confianza con todas las potencias, grandes y pequeñas, que fueran relevantes para el bienestar de Alemania. Además, el país necesitaría apoyo externo para cualquier grado de reintegración nacional en caso de que se presentara la oportunidad. Mientras que para Schmidt la herramienta estratégica clave era asegurarse la calculabilidad, para Kohl era la creación de confianza. Y se dispuso a fortalecerla y construirla.
Kohl buscó con Estados Unidos, el principal e indispensable aliado del país, la relación más cercana posible desde el comienzo de su mandato. Después de la caída del gobierno de Schmidt en 1982 por la masiva oposición popular al despliegue de misiles nucleares estadounidenses de alcance medio, Kohl se mantuvo firme, reconociendo que ceder ante la presión pública y renunciar al compromiso de Alemania sería un golpe al respeto y confianza de Estados Unidos y a su credibilidad en Moscú.
Años más tarde, cuando las paredes en Europa comenzaron a agrietarse, Kohl había desarrollado una relación única de confianza en Washington DC. Y encontró en el presidente George H. W. Bush un firme y decisivo partidario de la reunificación, que se aseguraría de que la Alemania emergente del proceso permaneciera firmemente anclada en Occidente.
Mientras tanto, aunque el envejecido y débil liderazgo comunista de la Unión Soviética ofrecía pocas perspectivas de avances, Kohl se aferró a las políticas de distensión de Brandt y Schmidt, a las que su propio partido se había opuesto amargamente. Cuando Mijaíl Gorbachov asumió el poder, Kohl descartó inicialmente las audaces propuestas de reducción de armas del nuevo líder soviético, calificándolas como mera propaganda al estilo de Joseph Goebbels.
Pero a medida que Kohl reconocía la seriedad de Gorbachov, se apresuró a aplicar su estrategia de construcción de confianza, y estableció una estrecha relación personal con el hombre sin el cual ningún cambio pacífico en el mapa europeo de la Guerra Fría hubiera sido posible. Cuando se presentó esa oportunidad, los acuerdos subsiguientes, notables dada la situación política, solo fueron posibles porque Kohl había mantenido su atención en el premio.
Para Kohl, una Europa estrechamente unida era una cuestión profundamente emocional, así como la condición clave para la paz del continente y el bienestar de Alemania. Logró ganarse la confianza del presidente francés François Mitterrand y la amistad de Jacques Delors, entonces presidente de la Comisión Europea y arquitecto del mercado único europeo.
De forma igualmente significativa, Kohl tejió una red de contactos en todos los países que rodeaban Alemania. Conocía bien la historia de estos países y podía entender cómo moldeó sus actitudes hacia Alemania. Estaba convencido de que, como la mayor economía de Europa, Alemania debía ser el miembro más constructivo, si no el más generoso, del club europeo.
Para mi sorpresa, Kohl me preguntó en una ocasión si su gran volumen –durante sus años de liderazgo medía 1,93 metros y pesaba más de 136 kilos– podría ser un obstáculo para disipar los temores de que Alemania se volviera una potencia demasiado dominante. No tuve ninguna dificultad en tranquilizarlo. Y cuando en 1989 se acercó la reunificación alemana, la confianza que Kohl había construido a lo largo de los años dio sus frutos, disipando las preocupaciones en sectores europeos suficientes para alcanzar el apoyo necesario.
Hoy día, la estrategia de Kohl de crear confianza aún resuena en la retórica oficial alemana, aunque en la práctica ha sido más errática. Es inútil especular sobre cómo habría reaccionado al alejamiento de Rusia respecto a Occidente cuando todavía se habría podido evitar; o si, a diferencia de la canciller Ángela Merkel habría reaccionado con una solidaridad y un resultado más inmediatos a la crisis de la deuda griega del 2010. ¿Habría respondido Kohl al comportamiento del presidente Donald Trump distanciándose públicamente de Estados Unidos? ¿O, en cambio, hubiera intentado reforzar las bases de los lazos transatlánticos?
Una cosa parece clara: Kohl no habría buscado solo soluciones a corto plazo ni populares a escala nacional. En cambio, habría comprendido estos desafíos en términos de su impacto en el orden europeo del que Alemania era (y sigue siendo) una gran beneficiaria. Y habría integrado cualquier respuesta política a su visión a largo plazo para el futuro de Alemania y Europa.
Kohl se merece nuestro recuerdo y luto por esta calidad indispensable de estadista, y no solo por haber contribuido a la reunificación alemana.
Christoph Bertram fue director del Instituto Alemán de Asuntos Internacionales y de Seguridad en Berlín. © Project Syndicate 1995–2017