El próximo 2 de febrero, algunos iremos a votar. Para presidente tenemos una amplia gama de 13 alternativas, ninguna muy alentadora, pero son opciones al fin. Para diputados, gracias al anacrónico sistema de listas, defendido a capa y espada por las cúpulas de los partidos, nos obligan a votar prácticamente a ciegas. Sí, cada partido presenta su lista –aunque ahora ni los nombres de los candidatos se imprimen en las papeletas– y los votantes escogemos entre estas sin la posibilidad de saber por quién realmente estamos votando. No podemos escoger ni siquiera el orden en que aparecen los nombres en la lista. Cada partido, con su asombrosa sabiduría, lo hizo por nosotros. No es de extrañar que un sistema en que los representados no saben quién los representa, ni estos a quiénes le deben su curul, haya alienado tanto al electorado.
Desde hace años se han discutido posibles maneras de recuperar la representatividad en el Congreso. Una posible modificación, el voto preferente, que permite al elector indicar el candidato de la lista de su preferencia y así establecer el orden de elección, ha sido enfáticamente rechazada por los dirigentes políticos que desde siempre mantienen ese poder (Casas, K. http://wvw.nacion.com/ln_ee/2001/marzo/31/opinion3.html). Los diputados difícilmente modificarán el Código Electoral en ese sentido; la mayoría no estarían en Cuestas de Moras sin el sistema de listas.
Debilidades. En los últimos días, hasta los mismos partidos han reconocido –sin mencionar la causa, por supuesto– las debilidades del sistema. Tanto dirigentes del Partido Acción Ciudadana (PAC) como del Frente Amplio (FA) presionan a algunos de sus propios candidatos a diputado, que ya están en la lista, para que renuncien a su candidatura porque no representan sus ideales, y los aspirantes se niegan porque saben que, al estar incluidos en la lista, podrán lograr su curul con los votos que reciba el partido. El elector que vote por el partido automáticamente lo hará por ellos.
Un sistema que, por lo menos, permita al elector establecer el orden de la lista sería un primer paso hacia una mejor representación legislativa. Idealmente, la prensa nos informaría sobre los atestados de cada candidato a diputado, y los electores, luego de escoger en la papeleta el partido que más nos atrae, indicaríamos a cuál candidato de la lista preferimos. Los votos preferentes establecerían el orden de la lista.
Sin embargo, entre tantos ilustres candidatos, a veces es difícil escoger a uno por encima de los demás. Dado el currículum vítae de los aspirantes, sería más sencillo que el elector indicara quién, en su opinión, no merece llegar al Congreso. En lugar de expresar su deseo con un voto preferente, lo haría con un veto preferente. Como ya sabemos, las listas esconden a más de un espécimen ajeno a nuestros principios. Con el veto preferente tendríamos la oportunidad de tratar de eliminarlos. Cuantos más vetos preferentes recibe un candidato ,más abajo en la lista se posicionaría y menos probabilidades tendría de resultar electo. Esta idea no es mía, sino de don Francisco de Paula Gutiérrez, a quien ya en varias ocasiones he otorgado el merecido crédito.
Recuperar la confianza. El veto preferente recuperaría un poco la confianza en el Congreso. El veto preferente no nos permitiría decir: “Fulano de tal es mi diputado”, pero, al menos, podríamos asegurar que “zutano a mí no me representa”. Aunque sería un tímido pasito, el veto preferente iniciaría un proceso de reforma electoral indispensable para restaurar la credibilidad en nuestro sistema de gobierno.
Dentro de unos días, votaremos, a ciegas, por alguna de las listas de diputados sin saber a quién elegirá nuestro voto. Quienes el 2 de febrero voten por el PAC y por el FA para diputados, estarán votando por un candidato que hasta su propio partido rechaza. Con suerte, pero quizás hasta después de un referendo, dentro de cuatro años tendríamos la oportunidad de, por lo menos, vetar a uno de los sujetos que nos imponen los partidos como nuestro potencial representante.