En el año 1972, yo estudiaba seguros en Surbiton, un tranquilo pueblito en Surrey al lado de Wimbledon, y durante los fines de semana buscaba vida en otro lado donde hubiera más acción o novedad. Por lo general, ese otro lugar fue Londres.
En ese año, desde marzo hasta noviembre, el Museo Británico tuvo una famosa exhibición denominada Los tesoros de Tutankamón. “Tut”, como en confianza se le conoce, a la corta edad de nueve o diez años, en el 1336 antes de Cristo, ascendió al trono egipcio y reinó hasta su muerte, que tuvo lugar a sus veinte años. Es muy probable que, para gobernar, este teenager haya requerido, al decir de Los Beatles, una no tan pequeña ayuda de sus amistades.
La tumba de Tutankamón, en el Valle de los Reyes, fue descubierta casi intacta en el año 1922, por un arqueólogo inglés de apellido Carter. La exhibición en el Museo Británico, que consistió en 50 objetos seleccionados de los que en ella se encontraron, celebraba precisamente el cincuentenario de tan grande descubrimiento.
Yo intenté verla un fin de semana, pero era tan larga la fila que había en la entrada principal, que opté por darle vuelta al edificio en busca de otra puerta.
Al fin encontré una abierta e ingresé, solo para hallar que adonde ella conducía eran salas con luz tenue que exhibían manuscritos iluminados. Recuerdo bien que uno de ellos, escrito en español, se titulaba “No hay amor sin secretos”. Bellísimos todos, y desde entonces tengo un enorme aprecio por este valioso legado de la Edad Media.
Volví al Museo una noche entre semana, cuando la fila era más soportable. Entré. Los tesoros que vi eran hermosos; la historia del juvenil faraón muy interesante. En una tiendita al salir compré una tarjeta postal para enviar saludos a mi novia, quien hoy es mi esposa, y brevemente comentarle el asunto.
La postal que escogí, con una foto de la famosa máscara de oro puesta sobre la cara de la momia de Tut, me impresionó, pues tenía rasgos femeninos. Lo que vi no fue la cara de un muchachito, sino la de una bella mujer, que de entrada me recordó a mi novia. Lo que en esa tarjeta escribí y por correo envié es secreto, pero me abstuve de indicar el parecido que había encontrado, pues podía sonar raro.
Agosto del 2015. Informan los medios, entre ellos la revista The Economist, que un egiptólogo inglés llamado Nicholas Reeves, vinculado con la Universidad de Arizona, tiene una teoría plausible, que se propone demostrar con la ayuda de modernas, no invasivas, técnicas de investigación.
Su teoría es que la tumba que se conoce de Tut no fue hecha para él, sino para una mujer importante, una reina, concretamente para la famosa y bella Nefertiti, cuya cara engalanaría hoy cualquier revista de modas, y de cuya tumba nadie ha dado cuenta.
Sostiene Reeves que por morir Tutankamón tan joven, quizá no había ninguna tumba lista para él y que entonces los encargados de estos asuntos optaron por cerrar dos puertas y aislar la de Nefertiti, quien además fue su madrastra, para reservar espacio a los restos del joven faraón.
Argumenta que el espacio interno de la tumba de Tut es relativamente pequeño, que la orientación coincide con la que se dedicaba a las féminas, que los objetos con que lo acompañaron parecen haber sido escogidos a la carrera y que bien podrían ser los sobros de otra mayor (véase “Archaelogy in Egypt: What lies beneath?”, The Economist, 8/8/2015).
También considera Reeves que la famosa máscara encontrada en el año 1922 no fue preparada para Tutankamón, sino para Nefertiti. Y con la humildad y esperanza de un profesional en el campo dice: “Si estoy equivocado en mi apreciación, estoy equivocado; pero si tengo razón, este es potencialmente el mayor descubrimiento arqueológico de todos los tiempos”. Y yo le digo: Dele viaje, que yo tuve una corazonada compatible con su teoría.
Thelmo Vargas es economista.