En los tiempos que corren termino por convencerme de que soy una rara avis, demasiado excéntrico y desubicado. Veo una sociedad que glosa la venganza y se solaza con cualquier guiño que anuncie el ojo por ojo y la sacada de clavo.
Hace unas semanas un premio Nobel de la Paz –ni más ni menos– anunció que el mundo era, a partir de entonces, un mejor lugar para vivir, gracias a la operación militar que acabó con Osama bin-Laden. Y el mundo celebró el asesinato. No estoy diciendo que bin-Laden fuera un buen hombre ni hago apología de su violencia. Es imposible no indignarse con su crueldad y fanatismo religioso.
También, aunque no esté de acuerdo, puedo entender el alivio de quienes perdieron a sus familiares y amigos por las locuras de quien fue objeto de caza durante casi diez años. Igualmente, entiendo la rabia de quienes han sido víctimas de otras manifestaciones de la arrogancia y la bajeza humanas en Guantánamo, Irak y tantas otras partes del mundo.
En Costa Rica, con la muerte de Johel Araya en La Reforma, percibo algo similar –claro, no en relación a los personajes sino a las reacciones–. Ya lo decía don Constantino Urcuyo en el periódico ElFinanciero el domingo: las extrañas circunstancias en las que Araya apareció sin vida exigen una respuesta de las autoridades.
Sin embargo, a la par de este deber institucional de esclarecer los hechos, hay otra cuestión que debe resaltarse. Resultan inquietantes los comentarios en redes sociales que no solo justifican, sino que además vitorean la muerte de este convicto. El argumento, en síntesis, es simple: al que a hierro mata, a hierro muere.
Con esto, de nuevo, no se está idealizando a una persona con un execrable historial delictivo. Se está reafirmando que, aunque cueste, sobre todo quienes no fuimos afectados directamente por su vileza ni sus arrebatos violentos, la construcción del Estado de derecho impone una serie de reglas que no pueden flexibilizarse al calor de la rabia o los deseos de venganza.
Todo esto me lleva a pensar que me desfasé, porque entiendo que eso que tan pretenciosamente llamamos justicia, imperfecta justicia humana, con todas las falencias y debilidades que podríamos endilgarle, sigue siendo la mejor opción para resolver nuestros conflictos. Y que sus yerros no son suficientes para pensar que el linchamiento o las “ejecuciones de sentencias”, de cualquier tipo, fuera del sistema judicial, puedan ser mejores alternativas. Al menos si la armonía, aunque sea poca, que hemos alcanzado en estos siglos para superar nuestras desavenencias a través de ciertos canales ha supuesto alguna ventaja para la difícil y compleja convivencia humana.
Cuando leo que “muerto el perro, se acabó la rabia” o que “se extirpó un tumor de la sociedad” pienso que sí, que puedo estar equivocado, que defiendo unas ideas vetustas y caducas, en exceso añejas. Porque creo que la venganza no soluciona nada, que todos merecemos un juicio en el que se cumplan las mismas garantías judiciales que exigiría para mí o para la gente a la que quiero. Porque no logro comprender que la sospecha de matonismo o arbitrariedad puedan verse como solución a la violencia que nos carcome. Porque me parece absurdo, una soberana sandez, que alguien vea en la violencia la salida a la violencia. Porque, como leí el otro día, yo también pienso que la ley del talión quedó sepultada con el rey Hammurabi hace tres milenios.
Sin embargo, confieso algo. La soberbia me ataca sin piedad. Si de verdad me equivoco, elijo vivir bajo el velo de mi propia ignorancia.
Ilusionado, me aferro a la idea de que tal vez no lo estoy yo sino otros.