El pasado 8 de marzo escuché una entrevista hecha por Radio Francia Internacional a Lilian Tintori, esposa del preso político más conocido de Venezuela, Leopoldo López, que refleja de manera estremecedora hasta qué punto la degeneración moral ha hecho mella en ese país, incluida –sorprendentemente o no– la entrevistada.
A la pregunta del periodista sobre qué le había enseñado su proceso de lucha, Lilian Tintori contestó literalmente lo siguiente: “Lo más importante que he aprendido es que existen el bien y el mal, y yo no lo había visto, o sea, yo, el mal, a mí no me había tocado a la puerta de mi casa el mal, y ese mal me tocó cuando me allanaron mi casa, Diosdado Cabello, y cuando nos amenazó por más de dos días seguidos con armas largas, hombres vestidos de negro con máscaras negras en la cabeza, y cuando él nos miró y nos habló, yo ahí conocí el mal”.
La fecha a la que se refiere Lilian Tintori es el 14 de febrero del 2014, cuatro días antes de que su marido se entregara voluntariamente ante la Guardia Nacional y comenzara su injusto cautiverio hasta la actualidad, y Diosdado Cabello era el presidente de la Asamblea Nacional en aquel momento.
Vaya por delante mi admiración hacia este matrimonio, sus familias y quienes, como ellos, tienen el valor de enfrentarse a un régimen corrupto y criminal hasta la médula. Sin embargo, las declaraciones de Tintori, aparentemente denunciatorias, se revelan como inculpatorias en algo más profundo e inquietante: ¿cómo es posible que esta señora no hubiera aprendido mucho antes –antes incluso de la llegada al poder de Hugo Chávez en 1999, y especialmente desde entonces– la existencia del mal?, ¿cómo asimilar que no se le cayera la venda de los ojos hasta el instante exacto en que se vieron comprometidas directamente sus posesiones y su integridad?, ¿realmente no veía el mal que la rodeaba por todas partes, la ubicuidad infecciosa de la violencia (Venezuela cerró el 2016 como el segundo país más violento del mundo y su capital, Caracas, como la ciudad más violenta del mundo), con barrios enteros armados por Chávez, Maduro y sus secuaces?, ¿le pasó por alto la salvaje regresión civilizadora de un pueblo que aceptó prostituirse con los cantos de sirena de “misiones” y bonos a cambio de votos que, lejos de erradicar la pobreza, la perpetuaron y acostumbraron a toda una generación a repudiar el trabajo y la dignificación personal y colectiva?, ¿acaso el mal, de puertas afuera, deja de serlo?
Ceguera popular. La respuesta de Tintori es sintomática de la tríada cancerígena que carcome a los venezolanos: inconsciencia, insolidaridad y autoceguera, un coctel explosivo que ha hecho saltar la sustancia ética de esa sociedad por los aires.
Si alguien tan implicado en la resistencia contra el mal no fue capaz de verlo –impregnando tóxicamente la cotidianeidad– hasta que irrumpieron en su propiedad, no me quiero ni imaginar lo que no ven (o, peor aún, lo que ven con el embrutecimiento de la mirada) quienes, a estas alturas, siguen defendiendo lo indefendible y normalizando lo aberrante.
El pensador nicaragüense Emilio Álvarez Montalván analizó lúcidamente el fenómeno del caudillismo como idiosincrasia latinoamericana con dos sentencias lapidarias: “Los dictadores son productos incubados por nosotros mismos, que somos desordenados, incumplidos y mentirosos” y “el caudillo y el dictador son un efecto de un medio débil y no una causa”.
Algo parecido sostuvo Joseph de Maistre dos siglos atrás al afirmar que cada nación tiene el gobierno que se merece, sentencia que André Malraux retocó el siglo pasado puntualizando que la gente tiene los gobernantes que se le parecen.
El peligro del maniqueísmo que separa buenos y malos en extremos que siempre se tocan es el victimismo acomodaticio: los que se creen buenos adolecen del mal que con tanta largueza atribuyen, en condición de exclusividad, al definitivamente podrido.
Complicidad. No es difícil evidenciar el estrepitoso fracaso de la revolución bolivariana –a rebufo del trasnochado socialismo del siglo XXI que tantos abusos ha cosechado en Latinoamérica por parte de aquellos que demagógicamente se llenaron la boca condenándolos para, a su vez, multiplicarlos exponencialmente–, pero señalar la complicidad del pueblo con sus tiranos es un tema mucho más delicado sobre el que se prefiere pasar de puntillas a fin de no herir susceptibilidades ni incurrir en lo políticamente incorrecto, contribuyendo así a la acumulación de basura bajo alfombras escrupulosamente pulidas para la galería.
Por circunstancias de la vida que no vienen al caso, ejercí como docente e investigador en una de las universidades emblemáticas de Ecuador, donde tuve colegas venezolanos con doctorados obtenidos en su país de origen o en Cuba; dejando a un lado su, en general, pésima preparación académica –camuflada con la verborrea del ignorante–, me quedé impresionado por sus actitudes vitales de connivencia con la injusticia (en Venezuela es común un dicho que allí utilizan como comodín para justificar la pasividad, tan culpable como cobarde: “tienes razón, pero vas preso”), egoísmo feroz y desmedida querencia por la “gozadera”, esto es, la evasión irresponsable de la realidad.
La estrategia del avestruz a la que tan devotamente se entregan solo sirve para empeorar las cosas. Y la ambición de muchos, lejos de mejorar su patria, es abandonarla, si bien uno carga con sus miserias allá donde va.
Ignace Lepp, uno de los principales adalides de la intelectualidad comunista europea con la revolución bolchevique como trasfondo, decepcionado con las incoherencias sangrantes de semejante doctrina, escribió: “El mundo comunista es inhumano, envilecedor, compromete precisamente aquello más auténticamente humano del hombre”.
Estrictamente lo mismo es aplicable al capitalismo neoliberal que abanderan descerebrados como Donald Trump, otro gobernante reflejo de su pueblo.
Enfurecerse contra la imagen en el espejo no sirve de nada (la sabiduría popular nos recuerda, mal que nos pese, que la cara es el espejo del alma): urge que quien la proyecta se cambie a sí mismo desde dentro. José Martí también lo tenía claro: “pueblo que soporta a un tirano, lo merece”.
El autor es economista.