En poco menos que un suspiro se marcha la infancia. Es fugaz el deseo sin afecto. Solo varían de tamaño y cantidad los obituarios, pero eso no cambia el hecho de que sigue siendo uno el difunto. Evitan el calvario las promesas y reposan en el remanso de una expectativa. La lucha por las novedades nos invade los sentidos hasta evadirnos de nosotros mismos, dejándonos náufragos de identidad y propósitos. Todo lo que se va no siempre retorna, ni son siempre golondrinas las que vuelven, ni tan poco oscuras: a veces se difuminan en un caleidoscopio de colores y matices en un cielo cambiante de horizonte.
No iría a un hipódromo, pero, si lo hiciera, sin dudar habría que apostar por un unicornio. Lo más sensato del olvido es que no existe, simplemente duele menos la evocación y aprendemos a fingir que no nos interesa. La soledad es la cobija que nos envuelve de noche, cuando irrumpe la introspección: entonces, con urgencia, tomamos un transbordo al pasado, porque hay consuelo en los sentimientos ya vividos ante la incertidumbre de que quizás ya no retornen.
Imágenes y elogios. Nos obsesionan las imágenes, culto exacerbado rendido en los templos de las redes sociales, y posamos con sentido de transcendencia, con la premisa falaz de que alguien después tomará nota de nuestra existencia. Sobran los elogios vertidos en los ataúdes, pero somos tacaños con los halagos sinceros en vida, como si eso nos hiciera menos. Lo que pasa es que tenemos miedo de que la cortesía nos haga parecer vulnerables y, por ende, presas eventuales de los humanos que medran a costa de los demás.
Coincidimos en que hay gente que no debería morir nunca, aunque sea imposible. El bien más raro y preciado que existe sobre el planeta es el afecto desinteresado: en ese caso, sí que se encuentra un tesoro para no enterrarlo jamás. Deberían repartir mapas para encontrar ese botín y cruzar los mares para hallarlo. No puedo menos que constatar que la soberbia es un triste sucedáneo de la inseguridad, pobre disfraz usado por muchos en un inmenso carnaval.
Hoy me percato de que el pasado es lo que a veces el presente arroja de golpe, como las olas a una playa imaginada que devuelve trozos de lo que una vez fue un objeto inmaculado, y se reconstruye y pega con retazos de memoria. Pese a ello, en la alborada, me doy cuenta de lo que ya se ha perdido y de todo lo que se va.