A finales de los setenta solo tres países de América Latina circulaban con matrícula democrática. Posiblemente por ello, hoy, con un paisaje regional muy distinto, algunos se permiten hablar de “primavera democrática”, pese a los pendientes en términos de inclusión social, seguridad ciudadana y fortalecimiento institucional, en fin, a pesar de los retos que, con las marcadas diferencias del caso, aún pueblan la agenda continental.
El entendimiento general en torno a lo que es y no es democracia se resume en los términos lapidarios de la Carta Democrática Interamericana (CDI), que prescribe “el respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales; el acceso al poder y su ejercicio con sujeción al Estado de derecho, la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo; el régimen plural de partidos y organizaciones políticas; y la separación e independencia de los poderes públicos”, sin descontar “la responsabilidad de los gobiernos en la gestión pública, el respeto por los derechos sociales y la libertad de expresión y de prensa” (artículos 3 y 4).
Cabe recordar que la CDI fue suscrita unánimemente por las treinta y cuatro naciones del hemisferio que se mantienen activas en la Organización de los Estados Americanos.
No pueden aceptarse plácidamente derogaciones singulares de tales principios. No, si todos somos iguales como Estados y, sobre todo, como ciudadanos. Todos con los mismos derechos humanos y obligaciones democráticas. Compendio independiente del reconocimiento expreso de la autoridad política temporal, siendo que subyace al poder público, e incluso se sobrepone a este, confirmando valores universales.
Y esa es la base dura que se ha cimentado mediante el aprendizaje que va dejando la historia a los pueblos más sabios y maduros, que son los que logran encontrar los puntos medios y evadir los extremos, cualquiera sea el costado ideológico al que se inclinen pendularmente a lo largo de su historia.
Esos puntos medios no son otros que los valores republicanos que amalgaman la comunidad política y la previenen de arritmias antidemocráticas.
Es en ese momento, justamente, cuando al haberse soslayado los límites sagrados del rito democrático, la comunidad internacional es interpelada para ejercer un contrapeso político que, si se mira bien, es esencialmente ético.
Ese es el momento en que se encienden las luces largas de la política exterior para pasar de la gestión de intereses a la defensa de valores.
Ese es el contexto que obliga a ir más allá de la maximización de ganancias o de un calculado intercambio basado en la regla de oro de la diplomacia: la reciprocidad.
Ese es el tiempo en que la política pública exporta valores universales al defender derechos humanos y ya no solo intereses, por lo demás también muy humanos, autodefiniéndose, y, con ello, definiendo, el país que representa.
Ese caso es el que prefigura nuestras aspiraciones, es decir, lo que pretendemos ser. Pero, sobre todo e inevitablemente, el espacio justo que termina definiendo lo que somos: ¿Cómo queremos reconocernos? pero, también, ¿cómo queremos ser realmente reconocidos al final de las sumas y las restas?
Esos instantes definitorios son los que delinean nuestra identidad, tanto ad intra como ad extra.
Esos son los pases de la historia, que solo terminan en gol cuando se entiende que nadie es grande impunemente. Y esta máxima aplica tanto para las personas como para los países.
Muestra de ello es que los grandes campeonatos que se ha jugado Costa Rica al abolir la pena de muerte, el ejército y declararse neutral pero activa y así terminar propiciando la paz en Centroamérica, solo pudieron ganarse porque grandes líderes supieron leer ese momento preciso de la historia que los topó, y decidieron enfrentarlo.
Y ese contexto enralecido, ese instante eterno en consecuencias, ese tiempo definitorio, ese pase retador, ese momento preciso, es ahora.
Este es, precisamente, el tiempo de la universalización democrática en las Américas. Es cuando Costa Rica muestra su esencia y exporta valores al predicar con su ejemplo, más allá de todo discurso.
Costa Rica está clara y orgullosa de lo que su ejemplo representa para todas aquellas democracias más jóvenes que, dispuestas a crecer, precisamente en democracia, aspiran al pluralismo político, la alternancia ininterrumpida e inaplazable en el poder, las libertades de información y asociación, la seguridad ciudadana, la división de poderes y el debido proceso, como prerrequisitos inapelables de cualquier modelo que se precie de democrático (este recuento no es taxativo, desde luego).
Con ese marco muy claro, ofrecimos en la OEA “nuestros mejores oficios para abonar a la solución constructiva dentro de los márgenes democráticos, que son el límite después del cual no podremos seguir a nadie, nunca. Esa ha sido Costa Rica y esa seguirá siendo. La que ofrece diálogo y lo premia acudiendo a la cita. La que saluda la transparencia de exponer las cosas. La que aplaude las salidas democráticas y no se olvida que, unánimemente, los 34 Estados activos, suscribimos la Carta Democrática Interamericana”.
Dijimos también en Washington, la semana pasada, que “no podemos, en nombre de mi país, dejar de advertir que la dura situación que sufre el pueblo venezolano es anterior a la decisión interna del Gobierno estadounidense de hace unos días. Tampoco pasamos por alto que son dos cosas separadas. Ambas cuestiones merecen nuestra atención. Eso está claro.
“Levantamos nuestra voz firme y decidida para clamar por la garantía estricta de la institucionalidad democrática, el apego al Estado de derecho, el pleno y el más absoluto respeto de los derechos humanos, siempre en un marco de equilibrio y convivencia ciudadana”.
Y partiendo de ahí, fijamos la inequívoca posición oficial de Costa Rica declarando que “la situación en Venezuela obliga a mantenernos atentos a la evolución de los acontecimientos y a señalar con claridad la importancia de que, en una democracia plena, se ejerzan los equilibrios democráticos de poder y que se generen las condiciones efectivas para que la oposición pueda desarrollar sus acciones, actuando siempre en el marco de la legalidad y el respeto, asumiendo con responsabilidad sus actuaciones, pero enfrentando en libertad e igualdad de condiciones cualquier cuestionamiento cuyo carácter sea esencialmente político”.
Nos anticipamos, siendo el único país que planteó en ese, nuestro principal foro político continental, ante los treinta y cuatro Estados que acudimos a la cita convocada por mi colega, la canciller de Venezuela, quien revalidó con ello a la OEA, lo que nos pareció ya a esta altura, además de justo y necesario, prudente y valiente, “que el Estado de Venezuela, y muy particularmente su institucionalidad electoral, considere el acompañamiento de una Misión de Observación Electoral de la OEA, dada la experiencia y confianza acumulada por este organismo en la materia” en los comicios previstos para setiembre próximo en ese hermano país que hoy nos preocupa a todos.
Con ello se daría confianza a la oposición, se legitimaría el resultado –cualquiera sea– y, no menos importante, se aseguraría el reconocimiento de la comunidad internacional que, en este momento, se muestra atenta a lo que, sobre esta propuesta de Costa Rica, decida soberanamente Venezuela.
El autor es el canciller de Costa Rica.