Los “toros a la tica” son todo menos inocuos. Que no los mueva a error el hecho de que se pretendan una modalidad “pacífica” y “lúdica” de la tauromaquia. Revelan algo profundamente siniestro y perturbador enquistado en nuestro tejido social. El costarricense y su ambigüedad. El costarricense y su anfibológica conducta. El costarricense y su duplicidad. El costarricense y sus fracturas, sus escisiones, sus incoherencias.
Los aberrantes “toros a la tica” ponen en evidencia en los espectadores un innegable componente de sadismo. La gente paga por ver levantines, por asistir al espectáculo de un animal que embiste a un miserable, lo hace volar como una marioneta destartalada, y luego lo pisotea, hundiéndolo en la inmundicia.
La ceremonia se reduce a esto: una manga de atorrantes se revuelca en el estiércol con una vaca. No son toreros, no son payasos, no son mimos, no son deportistas, no son matadores, no son comediantes, no son actores, no son… pues nada más que lo que dije: un batiburrillo de bellacos revolcándose promiscuamente con un cuadrúpedo en un bullanguero redondel de lata. No hay forma alguna de proponer una definición noble de algo tan inherentemente vil.
Ironía. Pero no es el aspecto estético del ritual el que me preocupa, sino los oscuros filones éticos que desnudan al costarricense. Los asistentes se pretenderán preocupadísimos por el infeliz que fue embestido, y correrán a escuchar el dictamen médico: “Laceración de tejidos en torno al esternón, posible luxación de la clavícula, diversos traumas menores, pero el muchacho está consciente, y esperamos que se recupere pronto”. Entonces, el redondel deja salir un suspiro de alivio. “¡Gracias a Dios y a la Virgencita que no le pasó nada!”.
Las invocaciones religiosas son, así pues, parte constitutiva de la ceremonia. Todo en ella es paradójico, contradictorio, grotescamente irónico. Si no hay levantines, la corrida es declarada un fiasco: “¡Qué corrida más agüevada, qué pereza, yo pagué por ver levantines, pero estos toros tan anémicos no embisten ni costra!”.
Queda claro, entonces, que los asistentes quieren sangre, violencia, heridos, la emoción que les proporciona ver a un tipo que –como El Pelele de Goya– rebota en el aire, fláccido, suerte de estropajo, de muñeco exánime, víctima de una fuerza infinitamente superior.
Pero, como toda forma de sadismo individual o colectivo, el masoquismo viene a aderezar su delicioso-doloroso escozor. Es aquí donde el costarricense se fractura, y frisa la esquizofrenia.
En el subsuelo de todas aquellas almas, bulle el irreprimible deseo de que el toro zarandee a alguien (y no faltarán los que quieran verlo eviscerado, trepanado y desmembrado). Pero cuando el toro los prende, disimulan su sentir bajo expresiones como “¡Cielo santo, que la sangre de Cristo lo cubra y la Virgencita lo proteja, pobre muchacho, mire usted qué injusticia, cómo lo maltrató, ay, pensar en lo que la mamá estará sintiendo!”.
De este modo, el levantín es vivido como una viscosa, maloliente mezcla de pietismo, accesos de religiosidad exacerbada y sorda complacencia, mórbido y enfermizo deleite ante el horror de la embestida.
La dulce viejecita que al principio pedía a Dios para que no hubiese heridos, se queja luego por la falta de percances en el redondel. Esta octogenaria criaturita pasa, como por ensalmo, de ser la abuelita por todos soñada, a una psicópata que se estremece y grita cuando, enervada por la violencia de la cogida, deja salir la alimaña que la habita. Sus ojos se exorbitan, las venas del cuello se hinchan como altorrelieves de granito.
Esa letanía de invocaciones a Dios y sus celestiales huestes que sucede al levantín, es la paradójica, inexplicable, contradictoria reacción a algo que deseaba desde el húmedo, tenebroso fondo de su alma.
Actuación. Y la paz que “blanca y pura descansa bajo el límpido azul de nuestro cielo” se convierte en un telón de fondo, mera escenografía, un paisaje de utilería: en la hirviente entraña de nuestra bestialidad paleolítica, queremos violencia, queremos fracturas, queremos víctimas, queremos mártires, y emergen en nosotros todos los atavismos de circo romano que sin duda arrastramos.
Y luego, con una facilidad, autocomplacencia y carencia de autocrítica asombrosas, pasamos a la más conmovedora piedad: “¿Cómo sigue el muchacho? ¡Ay Dios, qué cosa tan terrible, ojalá no me le haya pasado nada, pobre criatura, qué pecadito más negro lo que le hizo ese confisgado toro: nuestras oraciones vuelan como enjambre de palomas para él y su familia!”.
¿Que todo es una mera caricatura? Sí, pero es una caricatura de la muerte. ¿Que todo es un simple simulacro? Sí, pero es un simulacro de la muerte. ¿Que todo se reduce a un juego? Sí, pero es un juego de muerte. ¿Que es una vieja y vernácula tradición? Sí, pero es una tradición de muerte. Repito: lo único que me interesa aquí es la sustancia ética de esta monstruosa ceremonia, no abordaré –sería un cinismo hacerlo– su dimensión estética. La misma persona que gritó exultante con el levantín, que quizás rió de él, que lo aplaudió y celebró, esa que pagó por verlos por docenas, a cual más aparatoso y dramático de ellos, sale después, profundamente consternada y convertida al cristianismo, haciendo votos por la pronta sanación del “muchacho”.
La verdad, no sé cómo puede alguien engañarse a sí mismo a tal punto. Cuando es cultivada tan asiduamente, la hipocresía y los dobles discursos adquieren, supongo, la fuerza de un automatismo psíquico.
Humanidad lesionada. Abomino de la tauromaquia porque, pese a la vagamente prestigiosa pátina que le confirieron Lorca, Picasso, Hemingway, Cocteau y Ava Gardner –entre otros notables–, el inimaginable dolor y la lenta agonía del animal me consternan hasta lo intolerable.
Abomino de los “toros a la tica” porque ver a un pobre saltimbanqui criollo molido entre la boñiga por los cascos de un toro es cosa que me solivianta y repugna.
Para arrancarle a nuestros “humoristas” de pacotilla alguna procaz carcajada, van todos aquellos manoletes de arrabal, a arriesgar sus vidas, reptando bajo los cascos de las bestias, quedándose a mitad desnudos, comiendo boñiga, nadando en el fango… Por lo que a mí atañe, es la humanidad entera, y no solo nuestro país, la que está siendo lesionada.
No hablemos del uso de personas afectas de enanismo, para el solaz de la multitud vociferante: eso es una vejación a la dignidad del ser humano… ¿Qué pasa aquí? ¿Estamos de vuelta en la corte del duque de Mantua? ¿Vamos a regresar a la era de los bufones? ¿Los ataviaremos con escarpines, gorro de cascabeles y los pondremos a hacer juglerías para nuestro regocijo? ¿Vamos a resucitar a Goya para que los pinte de nuevo?
¡Por favor, señores, señoras, un poco de respeto por lo esencial humano! No se los pido, no se los sugiero: se los exijo. Tanta indignidad, tanto peligro, tal tanatofilia, tales niveles de irrespeto, ¿y todo para qué? ¡Para una infusioncilla de adrenalina que acelere el ritmo de palpitación cardíaco y le arranque al público un par de gritos!
¡El ambivalente gozo de una turbamulta que ora se santigua, ora clama por sangre! Ese es el subterráneo, telúrico ser del tico, el licántropo, el Mr. Hyde, el agresor pasivo, el agresor por interpósita mano, el agresor que proyecta en sus tropicales minotauros toda su sorda furia.
Y a esos pendejos colegas que comparten plenamente mi sentir –lo sé–, pero son incapaces de pronunciarse apoyando las sirenas de alerta que hago sonar, los instigadores que me mandan al campo de batalla pero luego no se dignan a mover un dedo por acuerparme, me limitaré a decirles esto: si he de continuar denunciando la abyección solo, seguiré haciéndolo.
¿Hasta cuándo? Les daré una idea: hasta que los eones hayan alzado el Chirripó y, a nueve mil metros de altura, compita con el Everest y ría del Aconcagua. ¿Me expresé claramente?
El autor es pianista y escritor.