Don José, de 81 años de edad y habitante de un “hogar” de ancianos en la provincia de Alajuela, fue tomado como ejemplo de los peligros del fumado, por un periodista de La Nación y por quienes declararon para el reportaje, el día 13 de agosto de 2010 (“Anciano con quemaduras al caer cigarro en camisa”, La Nación, Sucesos).
Por increíble que parezca, a don José una chinga de cigarro le calcinó tan gravemente la mitad del cuerpo, que acabó internado en una Unidad de Quemados. Para agrandar lo extraordinario del hecho, los testigos aseguran que el cigarro cayó, sin que nadie lo tocara, en la bolsa de la camisa de don José, y que este vivió su ardiente experiencia rodeado de gente que, cuando se percató, intentó ayudar al infeliz a sabanazos y tirándole agua.
El misterioso poder destructivo de una pequeña colilla no pudo ser aclarado. Ni siquiera por el bombero experto en investigación de incendios, pese a que varias personas le aseguraron que, junto al cigarro, yacía un encendedor que pudo explotar. El hombre, al parecer la única persona cauta del lugar, calificó de poco probable y de muy difícil ocurrencia el suceso. Simplemente dudó de algo que el resto juzgó indiscutible.
Demonología. Aunque no está a mi alcance saber qué pasó en ese lugar, sí puedo suponer que la cobertura mediática metaforizó cómo nuestra cultura representa, desde la demonología, a un objeto –el cigarro–y a quien le consume. Mi punto puede comprenderse mejor con los detalles brindados a la prensa por una funcionaria de la institución: a don José le encanta fumar, por eso carga cigarrillos sueltos en su pantalón y camisa, los pide a las visitas y evade el detector de humo, todo esto pese a que es vigilado para encontrarle cigarros. Ah, y es un viejo con problemas de movilidad física, que no tiene a nadie más que a una vieja hermana quien, como él, pasa sus últimos años en ese lugar que hemos convenido en llamar “hogar” para que la conciencia no nos pique. Semejantes detalles nos retratan a un vicioso.
Esa simbolización está presente en autoridades de salud de nuestro país, que otorgan a los cigarros un poder terrible e incontrolable: el de matar más allá de ser fumado, y retratan veladamente a quienes fuman como personas enfermas, moralmente corruptas y peligrosas, porque no solo atentan contra su vida, sino contra la de las personas llamadas perversamente “fumadoras pasivas”, y porque con su vicio obligan a la Caja a gastar millones en su tratamiento.
También lo está en la propuesta de ley para regular el “vicio del cigarrillo”, sustentada, según los medios de comunicación, en estadísticas sobre la cantidad de personas que mueren en Costa Rica por fumar, los días de incapacidad que demandan y la cantidad de niñas y niños que viven con personas fumadoras. Su aprobación es defendida por la Red Nacional Antitabaco (un movimiento prohibicionista occidental muy poderoso), como un logro para la democracia costarricense. Además, bajo la solicitud de declarar la guerra al fumado, considerado por la Red como una enfermedad en sí misma. Ese cambio de estatus, de vicio a enfermedad, es afinado por el IAFA, al asegurar que es una enfermedad mental.
Más allá de las consecuencias en la salud que tenga fumar o estar al lado de quien fuma –tema, por demás, válido– es necesario reflexionar sobre la perspectiva –una que criminaliza, patologiza y moraliza a quienes fuman–, desde la cual es abordado el asunto por el personal de Salud; porque la constante discusión sobre nuestro sistema es un ejercicio necesario para tratar de evitar que se anquilose. Así, podemos aprovechar la ocasión que nos da este proyecto para repensar el Estado que tenemos.
Moralismo intrusivo. Si bien un Estado como el nuestro debe velar por el bienestar de quienes habitan el país, esto no puede traducirse en una intromisión en sus vidas privadas. Esto es, el hecho de que en Costa Rica exista un sistema de salud solidario no autoriza a quienes trabajan ahí a decirle a nadie cómo vivir su vida.
El Estado no tiene derecho de castigar a alguien por sus hábitos privados; no debe ejercer sobre nadie el terror que implica ser representado como un vicioso o un enfermo mental que no puede controlarse; simplemente porque el Estado no debería usar el gran poder que tiene contra una sola de las personas a quien está obligado a representar, aunque esta persona fume; y porque no solo tiene que velar por el cumplimiento de los derechos colectivos, sino, y con especial esmero, por aquellos más menoscabados en los sistemas totalitarios, los derechos individuales.
Así, don José, un hombre viejo, solo y lisiado, que probablemente no tenga nada más que sus cigarros para resolver el sufrimiento de su vida, no debería haber sido noticiado para escarmiento ajeno.