Cuando decimos “último tango” hablamos por lo general de ese tango interpretado en público por un eximio vocalista, horas o minutos antes de morir trágicamente. Es el caso de Carlos Gardel, quien lo cantó en Medellín, la noche del 23 de junio de 1935, elección inmediatamente anterior a su fatídico vuelo del 24 después del mediodía.
El tango en cuestión se llama Tomo y obligo, tema del propio Gardel y Manuel Romero que comienza: “Tomo y obligo,/ mándese un trago,/ que hoy necesito el recuerdo matar./ Sin un amigo, lejos del pago/ quiero en su pecho/ mi pena volcar”, atacan los primeros versos; y la queja sigue pero toma de a poco un giro sentidamente estoico – hay que sufrir y no llorar, he ahí su moraleja–, que muchos vieron como un desahogo del Zorzal y una minoría como el adiós no creído de quien se va por un rato.
Lo cierto es que, fuera de cualquier premonición y juicio exprés, el 2x4 o 4x8, desde su origen humilde, había tomado el cielo por asalto durante aquellos días; y al cielo, bien se sabe, no le gusta esta clase de familiaridad.
La conciencia desdichada. Antes, durante y luego de Gardel, hubo cantantes notables de tango, de hacha y tiza, los definían sus adeptos, pero, por esas cosas que reclama la inmortalidad vicaria –una forma de resistencia de la memoria hasta que no queden testigos– ninguno emergía de la conciencia desdichada del drama gardeliano.
Ninguno, hasta que (fue una vibración al inicio) empezó a brillar un joven uruguayo de aspecto pendenciero y bienhumorado en orquestas típicas, discos, radios, grupos de café y antros insospechados de jóvenes: Julio Sosa era su nombre y era toda una leyenda.
Evidente, retador, digno de fines de los 50 que estaban hechos a su medida, el inspirado Sosa, aparte de trovar, recitaba. Vivía de noche, escribía poemas que relataban sus hábitos y sacó un libro Dos horas antes del alba en que retrató su esquina, la visión de una trasnochada goleta varada en el Río de la Plata y desde ya el sentimiento triste que se baila. Acaso mordía una palabra, un final de poesía cuando el 26 de noviembre de 1964 embistió con su carro el granítico pilar de un semáforo, de madrugada ya, en Buenos Aires, solo. Tenía 37, casi 38.
¿Cuál fue su tango postrero, en una reunión de amigos, casi multitud? Pues La gayola (jaula, cárcel) de Tagini y Tuegols: “¡No te asustes ni me huyas…/ No he venido pa’ vengarme/ si mañana justamente ya me voy pa’ no volver./ Me encerraron muchos años en la sórdida gayola/ y una tarde me libraron pa’ mi bien o pa’ mi mal”.
Es la crónica de un tipo que se marcha lejos de su sitio y costumbres y lo único que ansía es que alguien deje unas flores sobre su tumba. Julio acabó de cantar este tango y –aseguran los testigos– lo hizo contra sí mismo, dándole una vuelta de tuerca a un acertijo que no podía dominar.
¿Final en París? En 1972, el director italiano Bernardo Bertolucci invita al Gato Barbieri, un saxofonista argento, a participar en su largometraje Último tango en París. Ya no hay aquí un cantor, ni siquiera bandoneón: el tango, desde principio a fin, narra su épica que es la épica de un sur descreído y de una cultura en retirada; y que tiene el color de París, de sus puestas de sol anaranjadas, evocativas de un occidente que fue y no será.
El guion es simple. “Hombre y mujer se enamoran”, diría algún bromista. Pero lo que cuenta es el cómo, el deseo furioso de una pareja por entregarse sin límites y tocar lo absoluto, firmando un código que prioriza el enigma de sus identidades, incluso los nombres de él y ella.
El amor es sometido así a una prueba tóxica, a través de sus afirmaciones, derivas e intermitencias, sin otro espectador que la nada, realidad que la gente común sufría y que filósofos del Viejo Mundo y devotos tangueros dirán en su idioma.
Un ejemplo: el poeta argentino Enrique Santos Discépolo, allá por 1930, tuvo la ocurrencia de que “el amor se ahogó en la sopa”. Un hecho metafísico que la obra de Bertolucci expone a través de Marlon Brando, sangrante aún y de cara a su amor, ensayando unos pasos cortos de tango mientras la mañana despejada y despojada lo absorbe.
Sí, se trata de una película de angustia, y el tango está dentro de la angustia, repicando ya desde ese ángulo mordaz de visión una historia donde no hay ni fe ni solidaridad ni más prójimo que uno mismo...
¿Podemos denominar esto “último tango”? Hacerlo, ¿no equivale a ignorar la protesta que todavía es audible?; o peor: ¿darle la razón al lingüista, a su fría clasificación ordinal?
Mejor digamos “penúltimo”. Esto tiene sentido y quien quiera oír que oiga.
El autor es escritor.