A la vieja osa Godiva, de cachorra y para su vida de circo, le habían arrancado las zarpas. Por eso los tres perros, envalentonados, se abalanzaron para destrozarla a dentelladas. Una multitud de borrachos vociferaban extasiados sus apuestas y maldiciones contra la pobre criatura que, por decrépita, iba a tener que rendirle a su dueño las últimas ganancias de su pellejo.
Pero, aun con una pata trasera atada al poste, los tres canes asidos de sus carnes sangrantes, habiendo perdido la oreja y el ojo izquierdos en el hocico de estos y siendo azuzada con cortes de una lanza en sus oscuros pezones, Godiva acabó con el mastín, el gran danés y el salvaje pelirrojo.
La concurrencia, decepcionada con el fin del juego, ideó que, en vez de dejar a la osa dar sus últimos jadeos mientras temblorosa se lamía sus pedazos colgantes, podían tener una última diversión pinchándole el ano y sacándole el otro ojo. Fue entonces cuando el joven Rob Cole, aprendiz de cirujano barbero, irrumpió en el escenario y, para furia de los asistentes, dio fin al suplicio.
Terminar con la tortura. He querido recrear un episodio de la estupenda novela “El médico”, del escritor estadounidense Noah Gordon, a propósito de la feliz decisión del Parlamento de Cataluña de prohibir las corridas de toros en esa comunidad autónoma española. El “arte” del cobarde que vence en el ruedo a un animal previamente torturado y asediado, hasta minarle sus más elementales facultades de defensa, dejará de ser legal en tierras catalanas. Si bien la proscripción tiene un alcance limitado en varios sentidos, su peso simbólico es enorme e invita a la reflexión.
Desde el circo romano, hasta las peleas de perros o las espantosas galleras, algo debe andar mal en nuestras cabezas si derivamos placer o entretenimiento viendo a animales o, peor aún, personas, haciéndose daño y sufriendo. En esto no son menos retrógrados los “toros a la tica”, en los que, como ha dicho Jacques Sagot, la hipocresía se asoma morbosa a la espera de que el toro embista al “improvisado” y le pisoteé el cuerpo' “pero quiera Diosito que no le pase nada”. Convengamos: ninguna agonía debería avivar el disfrute de sujetos éticos. Entiendo, aunque no comparta, las objeciones a favor de la pluralidad cultural detrás de estas prácticas. Pero no me salgan, por favor, con falaces acusaciones de contradicción. No se trata de renunciar a un delicioso bife de chorizo o de aguantar el piquete del zancudo antes que dejar huérfanas a sus larvas. Hablo de negarnos o, si quieren, reprimirnos, ese gusto por la competencia sublimada con la muerte del derrotado.
Una cultura diferente. Más allá, me refiero a optar por un humor que no requiera humillar para reír, una expectación que no se excite con la angustia de otros seres, una crítica que no denigre al opositor y una masculinidad que no se acredite por umbrales de impasibilidad. Una cultura, en fin, en la que para afirmarme no necesite dominar al otro y negarle su valor sagrado.
En relación con lo anterior, pienso que el relato de Godiva no es ocioso. Integra la descripción progresiva del personaje protagonista de la obra, que se caracterizará por el temple que lo lleva a recorrer medio mundo y cruzar fronteras geográficas, culturales y religiosas, para cultivarse como médico. A Rob lo consume la pasión por aliviar el dolor y es la bondad, no la testosterona como torpemente se cree, la que sustenta su empuje viril.
Dos guiños del autor codifican el relato: narra que, justo antes de que resolviera auxiliarla, el ojo agonizante de la osa le recordó a Rob la mirada resignada de una paciente con una enfermedad terminal. Añade que, al terminar el espectáculo, el gruñido de la muchedumbre era semejante al de los tres perros ya exánimes. El mensaje es claro: la misericordia y la compasión nos compelen a prestar ayuda al desvalido, al que sufre, sea persona o animal. Encontrar diversión o regodearse en esos dramas, por el contrario, nos degrada por debajo de nuestra dignidad humana.