A veces pensamos que el ejercicio de la libertad permite la exclusión de la tolerancia. Al contrario, la libertad debe ser responsable; eso es esencial para una convivencia humana, excepto el caso de una convivencia irrespetuosa o delictiva.
Una libertad mal administrada, sin límites, irresponsable, puede conducir a la discriminación. Toda persona debe ser tolerante para conseguir una convivencia con tono humano, solidaria, pacífica y con espíritu de servicio.
La tolerancia o transigencia no se conceptúa como una virtud, como un buen hábito que cultivar, pero es un modo de vida propio de la excelencia humana que aspiramos a conquistar.
Quien no espera a ser mejor cada día, erra el camino y no llegará nunca a buen puerto. O sea, que la excelencia humana no solo lleva implícito el respeto a la libertad personal, también lleva implícita la tolerancia. Esta facilita la comunicación, la comprensión y el diálogo.
Si tomamos dos ejemplos, en este caso la Asamblea Legislativa y el futbol, hasta podemos “medir” la transigencia y el grado de intolerancia en estos dos campos, casi siempre dominados por la celotipia, la murmuración y las rencillas.
Basta con mirar hacia el recinto parlamentario o hacia las graderías de los estadios para comprobarlo. Hasta los árbitros de futbol han entrado en crisis de intolerancia.
Y no hablemos de la notoria decadencia de las discusiones legislativas, salvo contadas excepciones. Ahora es probable que suba el nivel de los debates legislativos. Con mujeres en el Directorio, tal vez disminuya el lenguaje soez, los gritos y los retos.
Hemos olvidado países, pueblos y personas que la tolerancia mutua conduce al respeto, la comprensión, el diálogo y los acuerdos. Tal vez sea una palabra de poca importancia, mas su contenido inunda de luz al mundo.
Nunca como hoy el hombre es el gran desconocido, y de nada le ha servido declarar la “edad adulta del mundo” para sentirse autónomo, ser el centro del universo e independizarse de Dios.
Lo cierto es que ya no se conoce a sí mismo y ha caído en las redes de la intolerancia, las ideologías, los mitos y la confusión de ideas. Él, y no el hombre, es el principio y el fin de la vida. Quizás la tolerancia nos depare más raciocinio y hermandad, más serenidad y aceptación de nosotros mismos como seres creados.
Cambiemos el odio y el mal por el amor y el bien. Aquí, en nuestro propio medio, escuelas, colegios e iglesias pueden difundir con empeño la tolerancia y tantas cosas más importantes que la política, los discursos, las huelgas y los viajes.
Abriguemos la esperanza de que una sola palabra cobre un nuevo brillo en nuestras vidas. Seamos tolerantes.
El autor es abogado.