Me despierto a las 5 a. m. Mi autobús hacia Guanacaste sale a las 7:30 a. m., así que es mejor anticipar y estar con tiempo. Parece ser una mañana como cualquiera, pero en las noticias hay más incidentes de tránsito que los usuales. Uno de ellos cobra víctimas mortales, personas como yo, como todos, que se levantan con propósitos inmediatos en mente y jamás esperan no volver a casa.
El tráfico colapsa en San Pedro, y el tránsito que pasa frente a mis apartamentos parece no fluir. Así que me preocupo por la hora debido a las nuevas rutas colapsadas, y llamo a Uber.
Durante meses me rehusé a usarlo, pero después de sucumbir ante las supuestas múltiples ventajas del servicio, me vuelvo usuaria. Hablo con ellos. Muchos de ellos salen de sus trabajos y esperan ansiosos los viajes, que les ayuden a mejorar su situación económica; otros lo hacen para financiar el pago del vehículo. Uno de ellos me comenta: “Yo soy profesional, pero me despidieron y ya tengo más de cuarenta años. No podía conseguir trabajo, así que me metí en esto, y hasta ahora he podido ajustar al menos lo equivalente a un salario al mes. Uno no se hace rico, pero si no, no sé qué habría hecho con mi familia”.
Normalmente, duro 10 minutos en llegar a la terminal, así que salgo con una hora de anticipación. El tránsito no fluye, y me preocupo. –Ya es tarde–. Las personas en sus automóviles no dan campo, miran fijamente hacia el frente, y siguen su camino. –¿Será que esas personas nunca piden campo?–.
Poca solidaridad. A una mujer se le apaga el auto en un semáforo en verde. Ella no sabe qué hacer, se ve claramente acongojada, no logra siquiera poner las luces de emergencia, se encierra en su auto y llama a alguien por celular, pidiendo ayuda, supongo.
A su alrededor, las personas pasan molestas, le gritan, la insultan, la llaman inútil, pero nadie la ayuda ni le preguntan qué ha sucedido. Ella está a punto de llorar dentro de su vehículo. Todos pasan de lejos.
Las personas tocando los pitos de sus vehículos, y bloqueando las intersecciones, no permiten que los otros puedan avanzar, y no les importa, miran hacia el frente, como si ellos nunca se quedaran también bloqueados por otros.
Seguimos la ruta que marca Waze, pero San José no circula, el tiempo corre, y la tarifa diferenciada debido a la hora pico es casi el doble de la tarifa regular. Pero “no importa”, pienso, “lo importante es llegar a la terminal”.
Accidentes por doquier. En las noticias se sigue hablando de heridos y muertos en carretera. Quizá por desperfectos, quizá porque sus vehículos no debieran estar en circulación y no los han llevado a revisión aún. Quizá porque el número de pasajeros era mayor al legalmente aceptado. Quizá porque el conductor estaba distraído o tuvo problemas para dormir y está cansado, quizá tiene problemas con su familia, tiene deudas, o está de luto, quizá está enfermo.
Podría ser yo, podría ser cualquiera, pero cada cual está tan inmerso en su propia individualidad que no se detiene a dar una sonrisa, a dar campo, a preguntarle a la mujer en qué se le puede ayudar, ¡aunque sea ayudarle a orillar el automóvil! Pero después todos ven las noticias y se lamentan, y comentan, y lloran. ¿Ya para qué? Ya es tarde. Era esta mañana que había que hacer la diferencia.
Por fin llego a la terminal, se me debita el doble de la tarifa a mi cuenta, y el autobús hacia Guanacaste ya se ha ido. Debo esperar casi tres horas para abordar el siguiente.
Ahora, desde el tercer piso, observo el tránsito por la ventana, el cual parece empezar a fluir sobre el asfalto ardiente que se extiende a lo largo de esta capital mal planificada, desordenada, agujereada y maltrecha. Mañana quizá haya más noticias que lamentar, porque no pudimos ser más pacientes, más bondadosos, más humanos hoy.
La autora es antropóloga social.