Datos de la Unión Internacional de Telecomunicaciones (ITU, por sus siglas en inglés) y el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC) dan cuenta de la vertiginosa masificación de la telefonía celular y, en menor medida, la Internet, durante los últimos 15 años en Costa Rica.
Según la ITU, entre el 2000 y el 2013, las suscripciones a los servicios de telefonía celular pasaron de 211.614 a 7.111.981.
La EHPM y la Enaho, del INEC, exponen que en el 2000 había 12,8% de hogares con teléfono celular. En el 2014, la cifra alcanzaba un 94%, solamente superada por el porcentaje de hogares con acceso a electricidad y televisión a color.
Con relación a Internet, el panorama no es tan alentador: de acuerdo con el INEC, en el 2000 un 4% de las viviendas contaba con conexión a la red; en el 2014, 55% disponían del servicio.
Si bien el cambio en el acceso a estos dos pilares de la revolución telemática resulta abrumador, me interesa destacar un elemento de índole más cualitativa: ¿Para qué usa la población la tecnología? Esta interrogante desplaza el punto de atención del acceso –enfoque predominante cuando se habla de las TIC– al ámbito de las competencias.
El establecimiento de una sociedad del consumo nos seduce con la idea de que todos podemos consumir por igual, pero esa igualación de las posibilidades materiales, ese reconocernos en el consumo, solo posee validez en la medida en que lo publicitemos. De allí que la cultura consumista precise del culto a la propia imagen y su marketing .
Registrarlo todo. La hibridación de lenguajes y posibilidades que ofrece la telefonía celular le cae como anillo al dedo a nuestro clima de época: el imperativo es registrar y transmitir de forma indiscriminada e inmediata.
Pero esta inmediatez de las TIC es falsa. En palabras de P. Daninos, citado por Bourdieu en el brillante ensayo Un arte medio: ensayo sobre los usos sociales de la fotografía (1965), se renuncia a la experiencia por el mandato de fabricar un recuerdo para compartir, ya no al círculo inmediato de conocidos, sino a la masa anónima interconectada en las redes sociales, con todos los riesgos que eso entraña.
Constato que algo debe andar mal en nuestra sociedad cuando observo que alguien va a un concierto y no presta atención un solo momento por su empeño en grabar la presentación, o en las reuniones de trabajo o de carácter social, en las que los participantes no apartan la mirada de su celular por más de tres minutos.
No es solo un asunto de cortesía o de normas sobre el consumo cultural.
La carencia de competencias sobre el uso responsable de las tecnologías puede colocarnos en situaciones riesgosas. Célebre fue el caso de un policía que perdió su trabajo por exhibirse en parafernalia nazi.
Más grave aún es cuando el trance en que nos sumen las TIC pone a terceros en situación de riesgo. Es cotidiano mirar a conductores y peatones distraídos por sus celulares, y el silencio de la colectividad ante este tipo de comportamientos se me antoja como una aprobación tácita.
En palabras de la antropóloga Marilyn Sánchez, investigadora de los fenómenos de mediatización de la violencia escolar mediante las redes sociales y los dispositivos tecnológicos, asistimos a un desfase entre las posibilidades tecnológicas y las capacidades socioculturales de asimilar dichas tecnologías.
Este desfase conduce a la gran paradoja de la virtualidad como espacio de interacción humana: la interconexión entre los humanos a través de las TIC no conlleva, per se, a una mayor sociabilidad entre ellos; por el contrario, puede contribuir a la erosión de los lazos que nos unen, de los valores y costumbres que de común acuerdo compartimos, y que son las que nos distancian, justamente, del estado de barbarie.
El autor es sociólogo.