Hay cierto tipo de gente cuyo mayor título de gloria pareciera consistir en su perfecta adhesión a una moral eminentemente negativa: no pecar, no dudar, no equivocarse, no hacer esto o lo otro. No es lo que hicieron, sino más bien lo que se refrenaron de hacer lo que define su paso por el mundo. En la rigurosa observancia de un código de prohibiciones y abstinencias diversas fundan el monótomo discurrir de sus pequeñas vidas. Y, claro está, es muy fácil no pecar cuando en primer lugar se rehúsa uno a vivir. Cierto que esta especie de hombres probablemente no desearán jamás a la mujer de su prójimo, ni se abandonarán a la embriaguez, así sea la del vino, la de los sentidos o la de la poesía, pero podemos estar seguros de que tampoco escribirán nunca la Divina Comedia, ni compondrán la Sinfonía Patética. Sus pecados son pequeños, a escala de sus vidas. No comprenden que para gozar de la belleza de los espacios constelados hay que haber tenido primero el valor de escrutar el abismo. Cuando un espíritu grande cae es, en cambio, como el desplomarse de una secuoya milenaria, que devasta y tritura todo cuando se encuentra a su alrededor.
El hombre justo es aquel que, en su amor irreprimible por la vida, no teme pecar y sucumbir a la tentación. El hombre que desprecia a los santulones y los mojigatos, porque comprende que no hay mérito alguno en pasar por el mundo con un "expediente" inmaculado, si el precio de tal logro consiste en decirle no a la vida. Es el hombre que padece la tentación con la misma desesperante intensidad con que vive cada minuto de su existencia, y que cuando logra resistirla es contra el clamor de cada fibra de su ser. Resulta muy cómodo pasar por virtuoso cuando en realidad de lo que se padece es de esa falta de apetitos vitales, de esa deplorable abulia que encontramos en ciertos individuos bajos en calorías emocionales, o en esos pobres hombres que van por el mundo con su sensualidad reprimida como una yegua famélica, ensogada siempre al carro de la razón y la moral.
Una sospecha fundamental me hace desconfiar de los seres demasiado perfectos: su irritante asepsia moral suele no ser más que un pretexto cobarde para evitar el caótico y peligroso avatar de la vida. Por miedo a ensuciarse prefieren no saltar a la arena, y se abstienen de ejercer una libertad que les fue otorgada por Dios mismo: la libertad de pecar. Es como el pianista que por temor a fallar notas se da a tocar con la más cautelosa pulcritud, y sacrifica con ello el fuego y la pasión que en la música palpitan. Dénme a Abelardo y Heloísa, a Francesca da Rimini, a Don Giovanni, y no a esos espíritus púdicos y recoletos que la moral burguesa ha emasculado en nombre de la "decencia" y el "recato".
De manera análoga, cabe afirmar que el verdadero creyente es aquel a quien la duda socava día con día, pero al cual, como un guerrero en el campo de batalla, la fe levanta y vuelve a armar después de cada caída. El hombre que jamás dudara no daría con ello prueba de fe sino, antes bien, de mero aletargamiento intelectual. Nunca hubo un fenómeno tan dialéctico como el de la duda y la fe: sin la primera no sería concebible la segunda. La mayoría de los hombres reedita, en mayor o menor medida, el drama íntimo de San Manuel Bueno de Unamuno, el santo varón cuya prédica era el sustento e inspiración de su pueblo, pero que ocultaba en realidad un corazón emponzoñado por la duda y la incredulidad. !San Manuel Bueno: el profeta de verbo encendido y convicción inquebrantable, que intentaba hacer las veces de faro, cuando no era sino un navío más, perdido sin remedio en la torva noche del océano!
A los espíritus timoratos recomendaría yo la lectura de las Confesiones de San Agustín, ese hombre extremoso y apasionado, que vivió su vida con la peligrosa intensidad de un aventurero, y que si conoció la virtud y la sabiduría fue precisamente a través del pecado y el yerro. Dudar para creer, caer para levantarse, perderse para reencontrarse. Tal es la naturaleza humana: un tejido dialéctico de extrañas paradojas, a través del cual el justo y el pecador, el creyente y el escéptico, el sabio y el necio descubren un día, para su total perplejidad, no ser más que caras diferentes de la misma y única moneda.