Cuando me trasladé de residencia –decía en otra ocasión–, dejé en la casa que abandonaba la mayor parte de mis libros y la mayor parte de mis cosas. Es que ya me comenzaban a estorbar. Pero me traje algunos libros, ¿cuántos?, quizá quinientos, con los que me entiendo desde entonces. De esto, hace cinco años. Ahora creo que esos pocos también son demasiados. Antes leía, ahora releo; pareciera ser lo mismo, pero no lo es.
Comencé a preocuparme cuando, en mi anterior biblioteca, los libros se convirtieron en testigos de mi falta de conocimiento. Quizá por eso los dejé, porque me acusaban constantemente. Era humillante su reclamo. ¡Todo lo que pude leer y nunca leí, todo lo que pude aprender y nunca aprendí! Mi biblioteca fue juez implacable que me condenó.
Entonces me traje los pocos libros que sí había leído y que, en cuanto a ellos, no era posible acusación de ignorancia. Son libros leídos y releídos; entre ellos soy casi sabio.
Bueno, es lo que había creído hasta hace poco tiempo cuando, releyendo, comencé a darme cuenta de que ignoraba casi todo lo que presumía conocer. Cada día siento que conozco menos, que ignoro más, y, cuando miro mi pequeño estante, de repente un libro me señala y me acusa. Reacciono de inmediato, con energía de abogado bajo del estante al acusador, lo coloco frente a mí, cara a cara, y lo interpelo volviéndolo a hojear. Sin duda alguna, el libro mantiene su acusación y le sobran razones: ¡cuánto ignoraba de lo que creía conocer!
Mientras tanto, ¿qué hacer con estos libros, si quinientos son demasiados? Al final, uno solo podría ser suficiente, pero ¿cuál? Tal vez un cuento, aquel de la infancia… pero ya casi no distingo. La memoria es recuerdo, pero también olvido. ¿Cómo era?... Había una vez, en un país lejano, un gran palacio y un rey y una reina y una bella princesa que una bruja hechizó, depositándola, dormida, en el centro de un bosque, esperando el beso de un príncipe para despertar el amor. Y, finalmente, un niño leyendo todas las noches el cuento y volviéndolo a leer. Un niño al que un cuento le enseñó a soñar.
Impulsos de saber. Ochenta años leyendo libros por impulsos permanentes de saber, para terminar reconociendo que lo único que se aprende es a entender la inmensidad del conocimiento y la imposibilidad de obtenerlo. Me duele que esos impulsos me impidieran acercarme a la naturaleza permanentemente, a los bellos atardeceres primaverales y a los pájaros revoloteando amorosamente entre los bosques. Y a las aguas, y a los vientos, y al murmullo del follaje que habla, canta y aconseja.
Hace muchos años, un hombre que se había pasado la vida observando, se acercó a mi lugar de estudio y me preguntó: “¿Cuál es tu afán? ¿Por qué has cambiado los campos abiertos por este pequeño recinto? Mira, me lo enseñaron mis mayores y, a ellos, sus mayores también: no te preocupes nunca por lo que está más arriba ni por lo que está más abajo de la tierra. Tú no estás hecho para entenderlo. No retes a Dios. Observa y aprende de la naturaleza porque eres parte de ella. Tú eres tu entorno. Lo único que tienes es el nuevo día. Aprovéchalo, vívelo, confúndete con él”.
No le hice caso jamás. Ahora, pensando en aquel hombre, creo que me perdí el espectáculo del mundo por no haber aprendido a vivir el minuto que estaba transcurriendo. Pero ya es tarde.
Cezanne estaba en lo cierto. Si solo te pertenece el instante que estás viviendo, aprende a pintarlo.