Puede afirmarse que la desigualdad social, la pobreza y la pobreza extrema constituyen, hasta el momento, el talón de Aquiles de las sociedades capitalistas y de las economías de mercado.
Yellen y Lagarde. En este sentido, no es casual la declaración de la señora Janet Yellen, presidenta de la Reserva Federal de Estados Unidos (FED), a quien le preocupa “el volumen y continuado incremento de la desigualdad en Estados Unidos”. También agrega que, en las últimas décadas, se ha producido una “ampliación de la desigualdad” al constatarse “aumentos de ingresos y riqueza para aquellos en las categorías económicas más altas, y un estancamiento de los estándares de vida para la mayoría”.
Tampoco es casualidad que Christine Lagarde, directora gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), sostenga que la inequidad en la distribución del ingreso y de la exclusión social perjudica al sistema económico. De todo esto, concluye que “en los próximos años ya no será suficiente buscar el crecimiento de la economía. Necesitaremos preguntarnos si este crecimiento es inclusivo”.
En este contexto de creciente desigualdad global, indicado por personas para nada sospechosas de subversión, es evidente el significado positivo de una serie de factores. Estos van desde la expansión de las clases sociales medias (propietarias y no propietarias de medios de producción) a la importancia de crear sistemas tributarios progresivos que no favorezcan a grupos y feudos de intereses creados. También, como sugiere Karol Wojtyla en Sobre el trabajo humano , es importante promover el acceso de la población a los activos productivos y a distintas formas de propiedad, co-propiedad de medios de producción y autogestión socio-económica.
Yellen y Lagarde no lo dicen en las declaraciones que he citado, pero sus palabras llevan a plantear asuntos que trascienden la correlación gastos-ingresos. Son irresponsables un Estado y un Gobierno que planteen gastar mucho más de lo que ingresan. Pero esto es solo una parte del problema. Por otro lado está el acceso de las personas a la propiedad, la creación de sistemas salariales y previsionales racionales y equilibrados, y la eliminación de los regímenes de privilegio político-sindical y gerencial. Tampoco hay que olvidar la débil o inexistente cultura emprendedora, el subdesarrollo de la gestión político-administrativa del Estado, ni la ineficaz evaluación de la calidad y eficacia del trabajo realizado. Una sociedad que se transforme de manera efectiva debe abordar estos asuntos y tomar decisiones puntuales sobre ellos. De lo contrario, cualquier discurso de renovación se vuelve retórico y engañador.
Thomas Piketty. El mismo contexto donde Janet Yellen y Christine Lagarde hacen sus declaraciones es el que motiva a Thomas Piketty en su libro El capital en el siglo XXI. ¿Qué nos dice este economista? Mi valoración preliminar la resumo del siguiente modo:
Piketty sostiene que la tasa de retorno del capital es sistemáticamente mayor que la tasa de crecimiento de la economía. Esto explica el carácter innato de la desigualdad en el capitalismo, pues implica que las personas más adineradas elevan el valor total de su riqueza a partir del momento en que pueden reinvertir solo una parte de sus rentas. Esta tesis está lejos de poder ser considerada como una constante (o ley) de las sociedades capitalistas. Tampoco es la expresión de la contradicción fundamental de este sistema socio-económico, tal como sugiere Piketty.
En realidad, la desigualdad es un supuesto que puede cumplirse o no, dadas ciertas condiciones históricas, pero no se trata de un automatismo. Si el crecimiento de la desigualdad fuese innato al sistema, entonces no habrían existido épocas de crecimiento económico donde también crece la equidad. Según estudios de organismos internacionales especializados, tal fue el caso de Europa occidental entre el final de la Segunda Guerra Mundial y finales de los setenta. También ocurrió en Costa Rica en ese mismo período, y en varias sociedades latinoamericanas en lo que va del siglo XXI.
El mismo Piketty reconoce que la experiencia socio-económica del siglo XX contradice su tesis. En este sentido, los costarricenses podemos contarle que, en nuestro caso, la sociedad se ha caracterizado por construir instituciones sociales y jurídico-políticas sin relación directa con la tasa de crecimiento económico. Esto es lo que algunos han denominado “cultura previsora” o “de anticipación” de situaciones futuras.
Semejantes hechos evidencian –y Piketty también lo cree– que, a la par de tendencias disgregadoras y excluyentes, en las sociedades existen corrientes integradoras.
Por otro lado, hay variables que impactan negativamente en el carácter inclusivo del desarrollo socio-económico. Es el caso de los feudos de poder político-sindical que buscan rentas económicas y prebendas políticas bajo la sombra protectora de Estados y Gobiernos. Otro ejemplo lo conforman las distorsiones éticas y de corrupción que movilizan grandes volúmenes de recursos humanos y financieros, sin olvidar los grupos de presión anclados en instituciones públicas y privadas. Estos factores no se contemplan, como no se contemplan muchas otras variables en la interpretación de Piketty. De ahí que se confirme un hecho conocido: la realidad socio-económica es mucho más compleja que cualquier paradigma teórico.
La tesis de Piketty puede ser válida en períodos específicos de la historia socio-económica, pero no en todos, y no en todos los países. Además, no puede entenderse como una comprensión completa y concluyente de las dinámicas actuales , algo que el economista francés, por supuesto, no pretende.
Thomas Piketty sugiere, en sintonía con su planteamiento básico, un impuesto progresivo a las personas con más altos ingresos económicos. Me pregunto: ¿no es mejor promover el acceso de las clases sociales medias y bajas a la propiedad, los activos productivos, las rentas, la educación, la salud, la ciencia y la tecnología? Si esto se combina con movilidad social y con reformas tributarias, los impactos en materia de desarrollo socialmente inclusivo serían mucho más positivos. Pero solo si dichas reformas reducen el gasto sin respaldo económico, y si consiguen vencer el egoísmo de los grupos de interés sectorial (universidades, iglesias, segmentos empresariales, sindicatos, etcétera).
El capitalismo hereditario también es tratado por Piketty. Es el parasitismo social de la opulencia, donde los bienes productivos se transfieren de padres a hijos que no cultivan los valores del trabajo, la disciplina o el ahorro. Pero el autor descuida, sin embargo, ese otro capitalismo parasitario asociado a sistemas de empleo público o privado. En él se estimulan la ineficacia y la búsqueda de beneficios económicos, no a través del trabajo y la excelencia, sino como gracia y protección del Estado, el Gobierno y la política.
En definitiva, la lección principal que derivo del libro de Piketty y de las declaraciones de Janet Yellen y Christine Lagarde es el imperativo de abordar el tema de la desigualdad social, la pobreza y la pobreza extrema con el máximo rigor científico y metodológico. Estos no son asuntos para nutrir estrategias publicitarias, mercadeo político-ideológico o retóricas discursivas. Son cuestiones que atañen a la vida de millones de personas, a su derecho a la libertad, a la dignidad socio-económica y a la felicidad.