Al meditar sobre el liberalismo jurásico, recordamos aquel relato de Curzio Malaparte, cuando las tropas nazis capturaron a un francotirador, durante la invasión de Rusia. El coronel constató que el prisionero era apenas un niño y le ofreció una alternativa: "Si aciertas a indicar cuál de mis ojos es de cristal, te perdono la vida". Cuando el heroico mocoso le contestó, sin titubear, que era el ojo izquierdo, el oficial le preguntó cómo lo había constatado y el joven patriota le contestó: "¡Porque, de sus dos ojos, es el único que tiene un poco de expresión humana!" Las grandes ideologías que han impulsado el progreso de Occidente, en el siglo XX --la del New Deal, el laborismo, la social democracia y la democracia cristiana-- se han inspirado en valores morales muy elevados: la libertad, la equidad, el bien común, la solidaridad humana y la justicia social. En cambio, el capitalismo salvaje y el Nuevo Desorden Económico Mundial, que la ultraderecha universal intenta imponerle al Tercer Mundo, está sustentado únicamente en un código despojado de valores morales, como sucedió con el fascismo: la ley felina de la garra y el colmillo, y nada más que los fríos y deshumanizados imperativos de la oferta y la demanda.
Mientras aquellas sostienen que la economía debe estar al servicio de la sociedad y no la sociedad subordinada a la economía, el liberalismo darwinista --cuya sobredosis letal nos quieren recetar, como panacea a la crisis-- ha elaborado una panoplia de mitos, con los cuales manipula a la opinión pública, mediante su repetición sistemática y obsesiva, con la que intenta legitimar su carencia de valores humanos.
Uno de esos mitos es la apertura como la novedosa panacea para el subdesarrollo. Ocultan que la globalización se inició hace cinco siglos y solo condujo al avasallamiento, la explotación y el saqueo del Tercer Mundo. El resultado final de ese medio milenio de globalización ha sido que el 20 por ciento de la humanidad acapara el 80 por ciento del producto mundial. Envalentonados por el colapso del imperio soviético como contrapoder, imponen la apertura para colocar sus productos, sobre los escombros de los sectores productivos del Tercer Mundo, mientras obstaculizan el acceso a sus mercados. Antes se valían de las cañoneras, ahora basta con enviar a los Shylock de los organismos mundiales, esgrimiendo el garrote de la deuda externa.
La bancarrota y el entreguismo de la economía chilena por los Chicago Boys durante Pinochet es un patético ejemplo del capitalismo salvaje que nos recomiendan. Otro elocuente fracaso ha sido la reciente apertura de México, al que le prometieron colocarlo en el umbral del Primer Mundo y en pocos días se precipitó en el abismo del Cuarto Mundo, por aplicar el modelo de subdesarrollo sostenible que nos predican. Más dantesco fue el caso de la Cuba batistiana, donde casi todo el sector productivo estaba enajenado, lo que propició la revolución y la dictadura de Fidel Castro.
Otro dogma de la teología liberal ha sido al fanático culto a la competencia. Es cierto que esta ha propiciado la superación en la creatividad productiva. Pero ese apetito insaciable de materias primas y la voraz codicia de mercados ha arrastrado a la humanidad a las guerras imperialistas más atroces, devastadoras y sanguinarias en el siglo XX.
Por otro lado, no es la competencia, sino un puñado de oligopolios los que controlan el mercado mundial. Son los que manipulan el 70 por ciento del comercio de las materias primas del Tercer Mundo, distorsionando las leyes de la oferta y la demanda. Además, la competencia -en una apertura asimétrica e injusta, que coloca en la misma palestra a los titanes contra los pigmeos- conduce a perpetuar el subdesarrollo sostenible.
Otro mito liberal es el de un individualismo patológicamente narcisista. No conciben a la sociedad más que como una yuxtaposición atomizada de seres en una lucha en la que el hombre se convierte en el lobo del hombre. Olvidan que desde su lejana infancia, cuando la humanidad vivía de la caza, el hombre solo ha sobrevivido gracias a la cooperación en una existencia comunitaria y que el individuo aislado solo puede ser un dios o una bestia. Pero esa exaltación del egoísmo como virtud suprema solo legitima la grave crisis de solidaridad y la deshumanización del mundo moderno. El caso más conmovedor es el del desmembramiento de los programas sociales, que la extrema derecha está impulsando en los Estados Unidos.
Ante la enseñanza, el capitalismo salvaje reacciona como aquel fascista que exclamaba: "¡Cuando oigo hablar de cultura, me dan ganas de sacar la pistola!" Por eso, todavía retumba en los claustros académicos el eco de aquel grito siniestro de "¡Muera la inteligencia!", que hace cuatro años intentó estrangular a las universidades estatales. Para los paladines del productivismo, la educación nacional no es una inversión lucrativa, por lo que los apóstoles de nuestra superioridad cultural se transforman -mediante una súbita metamorfosis manchesteriana- en parásitos, repitiendo la irónica frase del gran humorista español: "Educar a los ricos es inútil y educar a los pobres es peligroso".
Otro mito vocinglero es que el Estado es inexorablemente malo, inútil, nefasto y pernicioso. Se trata de una falsedad tan burda como absurda, porque el Estado tiene un carácter potencial e instrumental. Como toda forma de poder, es un medio o una herramienta y sus instituciones -como las bayonetas de Mirabeau- "sirven para todo, menos para sentarse en ellas." Si bien ha sido utilizado para los fines más perversos, también suele ser un prodigioso instrumento de prosperidad y progreso. Desmembrarlo equivale a mutilar a la sociedad misma y condenarla aún más al subdesarrollo sostenible. Pero el desprestigio del funcionario público, la demolición del Estado y la erosión de su soberanía es imperativo para que los tiranosaurios de la economía mundial se apoderen de los mercados y de los recursos de los países del Tercer Mundo.
De esa premisa falsa ha surgido el mito falaz de la privatización, según el cual el sector público es ineficiente y el privado es infalible. Pero es larga la lista necrológica que consigna las constantes defunciones de enormes corporaciones que sucumben en el camposanto de ese capitalismo autodestructivo. Los ingleses ahora deploran que la Thatcher haya entregado vilmente el patrimonio del país. En México se ha denunciado que buena parte de las privatizaciones quedaron en las manos del narcotráfico. Privatizar la riqueza nacional o arruinar el sector productivo, en beneficio de las multinacionales resulta demencial. Estas corporaciones -sin ser unos monstruos de maldad- no han sido diseñadas ni concebidas para promover el desarrollo del Tercer Mundo, sino con criterios de rentabilidad, para generar utilidades a sus accionistas.
En nuestro país, el patrimonio total de las treinta y seis empresas más importantes apenas igualan la tercera parte del patrimonio del ICE, según una excelente investigación del Lic. Arturo Rodríguez A. Esto significa que solo podría ser adquirido por una enorme transnacional, la cual jamás cubriría la casi totalidad del territorio con esa prodigiosa infraestructura eléctrica y telefónica, por ser una inversión social sin fines de lucro. A su vez, aunque la banca privada cumple con una función importante, quebrarle el espinazo a la banca estatal, en lugar de corregir sus defectos, sería un error irreparable por su prodigiosa contribución al desarrollo y a la democratización del país.
La sustitución del Estado Benefactor por el modelo del capitalismo salvaje puede arrastrarnos -como ya lo hemos advertido y denunciado- a una peligrosa polarización y a una grave confrontación social. Podría ser el catalizador que resucitaría una lucha de clases que ya se creía desterrada en nuestro país, en la que las reivindicaciones de los sectores populares se cristalizan en organizaciones militantes, cuya beligerancia puede desembocar en una crisis de funestas e inconmesurables consecuencias, que ni siquiera un caudillismo dinástico sería incapaz de detener.
Aunque sabemos equivocarnos solos, nuestros beneméritos expresidentes nos han conferido un excelente acopio de austeros y sensatos consejos como era de esperar de su elevada investidura. Como "noblesse oblige", estamos seguros de que, como auténticos paladines de esta sublime cruzada, impartirán una edificante cátedra de patriotismo, renunciando a sus pensiones. Como la mejor prédica es un buen ejemplo, con ese generoso paradigma de sacrificio serán imitados y seguidos, en ese heroico cortejo, por los padres de la patria, por los más altos dignatarios, por los sectores más poderosos y detrás, en la humilde retaguardia, marcharemos orgullosamente nosotros, los viles e indignos mortales de carne y hueso.
Pero nos mueve la convicción de que la crisis no se resuelve a puntapiés, ni desastillando venerables instituciones, como una manada de simios en una farmacia. Tampoco se soluciona con la ruin entrega de nuestra patria, sino con una unánime entrega a la patria, como dignos y auténticos ciudadanos. Esta tampoco se salva con furtivos conciliábulos de camarilla, sino cargando -todos como patrióticos cirineos- con esa pesada cruz de sacrificio mutuo y de responsabilidad compartida en un movimiento de rescate nacional. Esa heroica cruzada no se logra destruyendo, sino perfeccionando ese prodigioso modelo que, por ser noble, sabio y civilizado, es el único que tiene, al menos, un poco de calor y de expresión humana.