Socializar es un verbo que no está en el lenguaje teórico de la democracia, pero debería estarlo. Hasta el momento ha sido parte de la terminología sociológica; no obstante, con el desarrollo de la democracia real, socializar adquiere condición de emergencia como objetivo del gobierno democrático, confirmando así la unión, cada vez más intensa, de la ciencia política con la sociología.
Primero fue Solón y Jefferson, 24 siglos después, quienes incluyeron en sus respectivas constituciones la felicidad como el objetivo superior de la democracia, consecuencia del bienestar general que se puede alcanzar. La felicidad ha sido el ideal, la esperanza de todo planteamiento verdaderamente democrático.
Pero una cosa piensa el ideólogo y otra la realidad de su ideología. Frente a una democracia tan perfecta como la sueca, de hombres y mujeres con trabajo seguro, con salarios altos, con derechos y libertades garantizados, con hijos que se marchan de la casa a los quince años porque también pueden ser independientes con trabajo y buenos salarios, esa vida plena de holgura, no conduce a la felicidad sino “al aburrimiento inimaginable”.
Resulta que cuando el ciudadano lo tiene todo garantizado, sin preocupación alguna por el pan de cada día, ni por el trabajo, ni por el salario, ni por un buen gobierno, ni por el futuro, porque logró una realidad política y económica de necesidades satisfechas, se entera, en esa cumbre casi perfecta, que su vida carece totalmente de sentido.
Cambio. Paul Valery, posiblemente preocupado por las causas y consecuencias que tuvo la Primera Guerra Mundial, escribió poéticamente: “El futuro no es lo que era”. Frase que han recogido algunos escritores después y que puso en la mesa de la política democrática, universalizándola, el presidente uruguayo Julio María Sanguinetti.
La tecnología y la ciencia cambian panoramas y expectativas, obligando a nuevos objetivos para la socialdemocracia. Y me refiero a esto por la realidad sueca que comento.
Suecia se preocupó por el futuro hasta de la familia, según el manifiesto político de Olof Palme, “una política socialista para la familia”, que proclamaba la total independencia individual.
Independiente el marido, independiente la esposa, independientes los hijos. Tan independientes, que los hijos se marchan tempranamente del hogar y la esposa a otra habitación. Esta independencia ha tenido como consecuencia la destrucción del hogar. Si desaparece la intimidad de la alcoba y la tertulia del comedor, si ya no tenemos con quién reír, ¿de cuál Estado de bienestar estamos hablando?
Comprobación. De repente, la democracia perfecta, como la sueca, comprueba algo que ya los filósofos antiguos habían pensado: la riqueza no conduce a la felicidad. Y otra verdad que apreciamos es que la lucha por los derechos y libertades no debe tener por objetivo final la solución institucional de todos los problemas. Dificultades pendientes y algunas necesidades sin satisfacer, es lo normal. La democracia siempre será imperfecta, inacabada, lo que obliga a la lucha permanente. Leo en una crónica reciente, que uno de cada dos suecos vive solo y que uno de cada cuatro muere solo.
Este resultado inesperado de la soledad obliga a repensar la democracia. Cuando viví en España, visité a un destacado político catalán para hablar de socialdemocracia. Al final de la conversación me dijo: “Antes íbamos a Suecia para aprender cómo se obtiene el Estado de bienestar; ahora vamos a Suecia para aprender cómo se conserva el Estado de bienestar”.
Es posible que hoy los demócratas también tengamos la necesidad de ir a Suecia para aprender cómo podemos evitar parte de lo que los suecos hicieron; para entender que el fin de la democracia es el hombre en su integridad material y espiritual, y que en esa integridad está comprendida la familia, el hogar, la diaria tertulia y, desde luego, el amor y el retorno a la vida sencilla.
Si el futuro no es lo que era, algo del pasado tiene que ser, otra vez, lo que fue. Las buenas costumbres, la vida moral, la promoción de las condiciones sociales que favorezcan en los seres humanos el desarrollo integral de su persona. Eso es lo que debe regresar; es decir, volver a convivir, a socializar.
Destinemos un día de vez en cuando (sin pensar en el trabajo ni en la riqueza) para visitar los bosques, los ríos y los mares, en grupos, armonizando con la naturaleza. Aprendamos otra vez a conversar, a saludarnos, a darnos las manos. Abracémonos, amémonos. Dejemos atrás el silencio y la soledad. Aprendamos de nuevo a vivir. Observar el vuelo de las mariposas debería ser obligación constitucional.
El autor es abogado.