“Odio mi época con todas mis fuerzas. En ella el hombre muere de sed”, dejó escrito Antoine de Saint-Exupéry poco antes de caer derribado en una misión de reconocimiento aéreo. Desde entonces han pasado setenta años y esa sed, multiplicada, continúa incendiándonos y deshidratando otra época, la nuestra, que busca compulsivamente bebidas sucedáneas con que emborrachar nuevos vacíos.
La reciente ceremonia de los Óscar (léase “miembros de un mismo gremio adulándose impúdicamente entre sí”) es un ejemplo sintomático de la consunción severa que nos deseca entre burbujas y babeos. Hollywood domina hasta tal punto el arte de nublar el entendimiento, exacerbando la emoción, que acabamos recitando como papagayos –sin saltarnos una coma del dictado– la moraleja aparente de cada producción. ¿Acaso hay mayor victoria para la “fábrica de sueños” que el hipnotismo colectivo?
El director y guionista de cine austríaco Michael Haneke, cuyo influjo brechtiano le hace desconfiar de catarsis efectistas, advierte: “El cine es un medio de avasallamiento. Ninguna forma artística es capaz de convertir tan fácil y directamente al receptor en la víctima manipulada de su creador como el cine”.
Tomemos el caso de los tres filmes triunfadores en cinco de las seis principales categorías:
1) 12 años de esclavitud (mejor película y mejor actriz de reparto). Basada en la autobiografía de Solomon Northup, afroamericano (muchos negros estadounidenses rechazan este término políticamente correcto) nacido libre, vendido como esclavo en 1841 y manumiso en 1853, símbolo del abolicionismo y de la firmeza de espíritu. La traducción al celuloide de tan admirable vida real se materializa en una orgía de violencia gratuita –casi pornográfica– que, más que concienciar, insensibiliza, y, más que inspirar, repugna por su sadismo. Es una vieja técnica de disociación psicológica enraizada en la biología (neuronas espejo) y utilizada, entre otras víctimas, con los niños soldado de Sierra Leona. Una cosa es evocar la historia y extraer de ella lecciones que nos mejoren, y otra muy diferente, regodearse en lo escabroso: lo primero ilumina, lo segundo entenebrece.
Y, si alguien dudaba del ascendiente de la industria del entretenimiento sobre la educación –su objetivo primordial, esto es, la instrucción sentimental de las masas a gran escala–, la Asociación Nacional de Escuelas Públicas de Estados Unidos decretó 12 años de esclavitud de visionado obligatorio para los estudiantes de enseñanza secundaria pocos días antes de la gran gala de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas… ¿casualidad, guiño o componenda?; ¿no sería mucho más formativo –y, por supuesto, mucho más fiel al testimonio original– que los colegiales leyeran el libro de Northup en vez de aderezar el currículum pedagógico con exhibicionismos de saña?
2) El club de los desahuciados (mejor actor protagonista y mejor actor de reparto). Basada igualmente en otra vida real –la de Ron Woodroof, quien, con un diagnóstico de sida en 1986, falleció seis años después, contra todo pronóstico, tras probar cócteles vitamínicos y antivíricos como revulsivo frente al venenoso AZT, autorizado en aquel momento por la Agencia de Alimentos y Medicamentos (FDA, por sus siglas en inglés) para los afectados–, parte de tres premisas falsas: el sida es una enfermedad per se, los medicamentos siempre salvan y los hábitos destructivos son peccata minuta.
La primera la desmonta el propio descubridor del sida, Luc Montagnier (premio Nobel de Medicina 2008 por ese hallazgo en 1983), quien desde la década de 1990 defiende la hipótesis de los co-factores (como el estrés oxidativo), “puesto que el VIH no puede por sí solo matar célula alguna, hace falta que haya otro factor que actúe al mismo tiempo sobre la misma célula”, llegando a afirmar que cualquier persona con un sistema inmunitario fuerte es capaz de deshacerse naturalmente del VIH.
La segunda premisa es una genuflexión a la industria farmacéutica tan devota como astuta: el supuesto “héroe antisistema” –que no tiene nada ni de lo uno ni de lo otro– contrabandea fármacos porque el mensaje de fondo es que la química, legal o ilegal, es la solución. Por otra parte, Woodroof no es una hermanita de la caridad, sino un patán egocéntrico –en este sentido, el actor que lo encarna es perfecto– que se mueve por los demás por dinero (“A no ser que tengas efectivo o nuevos clientes, estoy ocupado”, le espeta a su amigo transexual en el guion, muy al estilo yanqui: si no dispones de recursos económicos, ahí te pudras).
La tercera es quizás la más grave como causa primigenia de las otras dos, considerando que la frivolización de conductas groseras, más que estas en sí mismas (promiscuidad, drogadicción, irresponsabilidad; en fin, evasión como dulce suicidio hacia el olvido), constituye el núcleo duro de nuestra sangrante crisis de valores, la pérdida del humanismo.
3) Blue Jasmine (mejor actriz protagonista). Con indicar que se trata de una película dirigida por Woody Allen, está todo dicho. Otra vuelta de tuerca a sus letárgicos y decadentes argumentos (a este individuo le pasa como a esos novelistas que siempre firman el mismo libro con títulos distintos).
Lo significativo de este caso, pues, no es la enésima versión de sus predecibles neurosis, sino la denuncia aún fresca de su hija adoptiva, Dylan Farrow, de abuso sexual –iniciado cuando ella tenía siete años– en una carta abierta publicada en el New York Times el pasado 1 de febrero, precisamente tras las nominaciones de la cinta en cuestión. Decidió que la alabanza pública de quien en 1993 ya fuera demandado ante los tribunales como pederasta e incestuoso (recordemos que engañaba a su pareja Mia Farrow con otra hijastra, con la que se lleva 35 años, que ahora es su esposa) no la iba a detener en esta ocasión: más de dos décadas de coherencia la avalan, y, por si fuera poco, el fiscal del Estado que condujo el proceso, Frank Maco, no prosiguió con la imputación por la fragilidad de la niña para testificar aun admitiendo en su sentencia que existían “causas probables” de que Allen la violara; es decir, no vaciló respecto a la culpa del agresor, sino respecto a la resistencia de la agredida en un juicio.
La torpe negación de Allen (a quien el juez prohibió cualquier acercamiento posterior) contrasta con las declaraciones de Maco a propósito de esa carta abierta, deseando a D. Farrow, hoy de 28 años, “paz y consuelo” y “esperando que tenga acceso a esa sentencia (24/09/1993) y comprenda sus razones”. Esta valiente mujer ha roto su silencio poniendo el dedo en la llaga del peor de los abusos, el encubrimiento. Todos los galardones de Allen, aupado por la complicidad numinosa del star system , se hacen humo confrontados con una de las frases finales de la misiva: “Imagina un mundo que celebra a su torturador”.
Una imagen puede contaminar, aturdir o magnetizar más que mil palabras, pero nunca he creído que valga más que ellas. Reivindicando nuevamente a Saint-Exupéry, está claro que “lo esencial es invisible a los ojos”.