A Milton Friedman se le atribuye la expresión “en economía no hay almuerzo gratis”. Si bien no todos lo son, en realidad ella sí contribuye a que los haya. Lo hace mediante la institución del comercio. Las personas que comercian con otras de su país, y de otras naciones, aumentan –casi siempre de manera significativa– sus posibilidades de consumo vis-á-vis las que tendrían a su disposición de haber optado por la autarquía.
Las relaciones comerciales (de bienes y servicios) de los actores económicos de un país con los del resto del mundo se resumen en lo que se conoce como saldo de la cuenta corriente de la balanza de pagos, el que para efectos comparativos se suele expresar como proporción del tamaño de la respectiva economía (PIB). Como no hay aún (y solo Dios sabe si nunca lo habrá) comercio con nadie de la Luna, de Marte ni de otros astros del firmamento, sino solo con otros compañeros de la Tierra, en teoría la suma ponderada de todos los déficits de cuenta corriente de los países que los incurran debe ser igual a la de los superávits de los demás.
Los países centroamericanos están acostumbrados a operar con déficit en su comercio internacional de bienes y servicios. El déficit de cuenta corriente –que en el caso de Costa Rica se ubica alrededor del 4% del PIB– es una medida del grado en que un país vive por encima de sus posibilidades, pues expresa lo que en términos netos tuvo que proveerse del exterior. Un déficit puede ser financiado con inversión extranjera directa (IED), como en el caso de Costa Rica ha sido en los últimos años, o con deuda externa. Déficits elevados que haya que financiar con deuda son indicadores tempranos de posible devaluación futura de la moneda doméstica.
Otras realidades. En la otra esquina del ring, están las economías superavitarias, es decir, las que exportan más de lo que importan. Este es el caso actual de Alemania, Holanda, Taiwán y Singapur (entre otros), que operan con superávit que, respectivamente, equivalen al 8, 9, 13 y 19% del tamaño de sus economías.
Por lo grande de la economía alemana (es la primera de Europa), el que opere con un superávit de la magnitud indicada (8% del PIB) es visto cada vez más como un problema, no como virtud. Se le acusa de que al venderles mucho, y no comprar tanto, a sus países vecinos no los está estimulando como se esperaría de una hermana mayor. Si Alemania nos comprara más, dicen por ejemplo los griegos y españoles, estaríamos pura vida.
Ya la canciller Ángela Dorothea Merkel se sabe de memoria las peticiones que le hacen cada vez que se reúne con colegas europeos, o con expertos de entes multilaterales, aunque solo sea con motivo de un almuerzo o cena: haga aumentos generalizados de sueldos; haga un llamado patriótico a que compren más a los países de la periferia, etc. Voceros de países de fuera de la eurozona también le sugieren que promueva una revaluación del euro, para que todo en la región se encarezca y, entonces, luzca más atractivo comparar fuera de ella.
Y he aquí la respuesta usual de la canciller: mi gobierno considera irresponsable elevar artificialmente los sueldos de los trabajadores alemanes, pues perderíamos competitividad vis-á-vis el resto del mundo y eso propiciaría un aumento de nuestro desempleo (que en la actualidad está en un envidiable 3,9% de la población económicamente activa vs. el 18% en España y 22% en Grecia). Somos parte de la eurozona y no procede propiciar una revaluación forzada del euro, pues eso atizaría los déficits de cuenta corriente de países hermanos como Grecia y Francia, que también tienen el euro por moneda.
¿Por qué, señora Merkel, no aprueba un aumento keynesiano del gasto público, para que su gobierno pase de operar con un superávit fiscal del 0,5%, a hacerlo con un déficit del 20% del PIB, como Venezuela? Eso ciertamente inyectaría mucho poder de compra a su economía y de ello nos veríamos favorecidos sus hermanos de la eurozona. Eso es cierto, contesta la canciller, pero también es cierto que de ella se favorecerían –y quizá en mayor grado– otros países, como son los Estados Unidos, China y Japón.
Aquí, más que ver la mano y una idea de lord Keynes, veo las extremidades inferiores y la ignorancia de Maduro, dijo. Además, no me hace nada de gracia el aumento en el endeudamiento público que semejante acción aparejaría, pues nuestra población es relativamente vieja y no podemos darnos el lujo de aumentar el endeudamiento nacional, que actualmente está cercano al 68% del PIB. Por el contrario, mi meta es bajarlo.
Gastos y productividad. ¿Cómo entonces –le plantean en el pousse café – podría Alemania ayudar más a otros países hermanos, en particular a los que son bañados por el mar Mediterráneo? Puedo darles la respuesta: aprendan a no gastar más de lo que reciben de ingreso; también, a ser más productivos adoptando, por ejemplo, un esquema de educación dual teórico-práctica como el de mi país. No eleven sueldos mientras no haya aumento en la productividad del trabajo, como lo hicieron en el pasado reciente, pues con ello pierden competitividad internacional.
Mas –continúa doña Ángela– de inmediato, y como señal de buena voluntad, procederé a ordenar la compra de una gran cantidad de vino tino, quesos, aceite de oliva y panes típicos a Grecia, España e Italia, entre otros, y espero que eso les ayude. También autorizaré un aumento en la inversión pública de mi país, lo cual contribuirá a elevar el poder de compra y las importaciones alemanas, aunque reconozco que eso a sus países solo les favorecerá temporalmente, pues a mediano plazo ella hará más productiva aún a nuestra economía, y si ustedes no adoptan reformas estructurales, menos van a poder competir con nosotros.
Y puede ser que en la enorme fiesta que, con el pan, queso y el vino, armaremos en las ciudades y pueblos de mi país, logremos concebir otras medidas, responsables, de apoyo a ustedes.
El autor es economista.