Deseo hacer hoy una semblanza del Dr. Carlos Sáenz Herrera, con motivo del 50 aniversario del Hospital Nacional de Niños.
Este insigne costarricense nació el 1.º de septiembre de 1910 en Bélgica y regresó a Costa Rica en el año 1911. De 1928 a 1934 regresó a Bruselas, Bélgica, donde estudió medicina. Posteriormente se especializó en Pediatría en la Universidad de Estrasburgo y volvió a nuestro país en 1935.
Ministro de Salud de 1949 a 1951 y vicepresidente de la República de 1962 a 1966, también fue presidente de la Junta Directiva de la Caja Costarricense de Seguro Social. (CCSS), decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Costa Rica y presidente del Colegio de Médicos y Cirujanos. Recibió múltiples reconocimientos, entre los que destacan la Orden de la Corona, entregada en 1963 por el Gobierno de Bélgica, y la declaración de benemérito de la patria en 1980. Falleció el 7 de noviembre de 1980 en San José.
Personalidad. Así recuerdo la personalidad del Dr. Carlos Sáenz Herrera: su mirada era inteligente e infundía respeto; en su forma de hablar, y en lo que decía, era inspirador y mostraba generosidad, pero era directo, claro y enérgico. Como todo gran líder, predicó con la palabra y con el ejemplo, sobre todo con el ejemplo. Con frecuencia me decía: “Para ser un buen médico, además de saber medicina, se debe ser culto y un buen ciudadano”. También acostumbraba decir: “No hay nada peor que un tonto con iniciativa”. Tenía un carro Mercedes Benz al que le decía “Merceditas” y, cuando quería irse de algún lugar, manifestaba: “Ya vino Merceditas a recogerme”.
Poco después de haberme incorporado al servicio de Pediatría en el Hospital San Juan de Dios, en 1964, me contó que era mucho y difícil lo que teníamos que hacer, pues los niños seguían muriendo excesiva e innecesariamente.
Aprendí mucho viéndolo comentar, discutir y decidir, y las propuestas que formulé en 1970 para transformar la salud en Costa Rica, siempre las revisé con él y tomé muy en cuenta su criterio sabio y mesurado. En realidad, cuando escribí y presenté esas propuestas, contaba con su aprobación y por eso sentía una gran seguridad.
Era muy serio cuando tenía que serlo, pero, cuando disfrutaba de amigos y colaboradores, hacía gala de buen humor. Recuerdo que, una vez, en su finca Bretaña, en Coronado, a sus invitados los llevaba frente a un termómetro de pared que estaba descompuesto y solo marcaba 0 grados centígrados. Al leer esa cifra a sus invitados les comenzaba a dar frío y él se moría de risa: “El lugar es frío, ¡pero no tanto!”.
A todas las personas con las que hablaba las trataba con amabilidad y con interés, y les dedicaba todo su tiempo –él que vivía tan ocupado–, y eso hacía que esas personas se sintieran respetadas y agradecidas, incluidos los pacientes y sus familiares.
Pero la salud de los niños fue su principal preocupación. Y en una época en que la desnutrición era rampante, lo mismo que las enfermedades infecciosas, le incomodaba que muchos niños tomaran leche sin pasteurizar y que otros no tomaran leche del todo. Entonces, con algunos amigos suyos decidió crear la cooperativa de leche Dos Pinos, y él mismo se dedicó a producir leche en su finca de Coronado para ayudar a resolver aquella deficiencia. Pero fue con la creación del Hospital Nacional de Niños con la que mejoró radicalmente la salud infantil en todo el país.
En 1969 me propuso que fuera al Ministerio de Salud para que conociera más a fondo la realidad nacional, pero me advirtió: “No solo en puestos públicos se le ayuda a la patria. A esta se le sirve desempeñando con pasión y honradez cualquier trabajo que uno realice”.
Los últimos años. El último viaje que hizo fue a México D.F. en 1970, porque se inauguró el nuevo Hospital de Pediatría del Centro Médico Nacional; fue el orador más aplaudido y en su discurso llamaba a todos los pediatras de Latinoamérica a erradicar enfermedades consuetudinarias y la desnutrición, además de modernizar o crear hospitales infantiles. Me pidió que lo acompañara con mi esposa, y ahí conocimos al Dr. Heinz Eichenwald, profesor y jefe del Hospital de Niños de Dallas, con quien después mantuve una gran amistad, con enorme beneficio para nuestro Hospital Nacional de Niños.
Desafortunadamente, estando en México sufrió un primer accidente cerebrovascular al que siguieron otros. Ya en su casa, es decir, retirado del Hospital, un día pidió que lo llevaran para despedirse de todo el personal y del mismo Hospital, al que llamó: “El amor de sus amores”. En esa emotiva despedida se derramaron muchas lágrimas.
Y otro día, poco tiempo antes de morir, me aconsejó: “Ojalá se retire a tiempo para que no le suceda lo mismo que a mí. Economice para que en la vejez no pase congojas económicas y pase con la familia todo el tiempo que pueda”.
Cincuenta años después de haberlo conocido, sigo recordándolo con fervor porque fue mi mentor y uno de mis mejores amigos.
Yo espero que su maravillosa vida ilumine a las nuevas generaciones que tienen la responsabilidad de continuar el desarrollo de nuestro querido Hospital Nacional de Niños.