La importancia de la aparición del lenguaje, de esos sonidos articulados con sentido y significado, fue tan gigantesca para el tránsito de homínidos a hombres “sapientes” como la invención del fuego y de la rueda. Indiscutible.
A partir de ese momento, perdido en la memoria de los tiempos, el bicho humano no ha parado de hablar, y seguirá haciéndolo hasta por los codos. Y, si no, que se lo pregunten, sobre todo, a los políticos: a los de acá, acullá y por doquier, a los que son y a los que por este mundo han sido.
En Occidente, al menos, un vocablo, nacido en la Antigua Grecia, vino a revolucionar la concepción del hombre sobre sí mismo: logos, con la doble acepción de “razón” y “palabra”, el instrumento para comunicar al prójimo el pensamiento –o algo que se le parezca– de cada quisque. Sin saberlo, quien impreca a alguien espetándole que conecte la lengua con el cerebro, está captando perfectamente, aunque de manera extravagante y muy sui generis, ese enorme descubrimiento de la Hélade.
Amonestación en pie. Aristóteles, sin ir más lejos, definió al hombre como “animal parlante” y, además, “animal político”, inseparable binomio de la facultad para expresar su mundo interior y de su ser social, cuya natural y más elevada consecuencia es vivir junto con otros en un Estado. Y el Estagirita no se anduvo por las ramas: en su Política advirtió a los gobernantes el deber de evitar la perversión del sentido de las palabras. Hoy, veinticinco siglos después, la amonestación sigue en pie, vivísima y coleando. No hay vuelta de hoja: se retuercen las palabras, los conceptos, las ideas. Se miente descaradamente y se engaña a todo dios. Una parte de la enmarañada y nada gloriosa condición humana. Nadie se escapa: los de arriba y los de abajo, gobernantes y gobernados.
En la cultura occidental, por otra parte, la inmensa trascendencia de la palabra ha sido elevada, incluso, al ámbito de la divinidad: “En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios”. Así, con esta grave e imponente afirmación, lo ha proclamado el judeocristianismo, del que somos herederos, como también de la filosofía griega y del derecho romano, los tres pilares de nuestros pensares, decires y haceres en este lado del planeta.
¡Mala cosa! Lejos de esas inaccesibles alturas celestiales –reino de la perfección y la inmutabilidad–, aquí, a ras del suelo –donde la imperfección y la mudanza han fijado su trono–, la palabra, con el transcurrir del tiempo, ha ido perdiendo entre los mortales su fuerza, valor y respeto. ¡Mala cosa!, muy mala. El problema es mayúsculo, con consecuencias tremendas, cuando el gobernante, o quien pretende serlo, se vale del lenguaje para, abierta o soterradamente, despertar en los otros interesadas pasiones y rentables persuasiones. Solo para eso. Y algo similar podría decirse, aunque en contextos y con características diferentes, de los otros dos esenciales referentes de cualquier sociedad: el maestro y el líder espiritual.
El asunto es clarísimo: el uso de la palabra como artilugio para la mendacidad, y sin ninguna intención de compromiso, destruye todo a su alrededor. Y es que la desvinculación del decir y el hacer envilece a quien la practica, y encanalla a los demás.
Democracias en crisis. Varias democracias en Occidente están hoy haciendo aguas, precisamente, por la corrupción del lenguaje en boca de una buena parte de representantes de la clase política. Se ha olvidado –o se simula haber olvidado– que la palabra, como la nobleza, compromete, obliga y, en consecuencia, implica ineludiblemente un imperativo moral o –diría Kant– “categórico”.
Georges Gusdorf, en su obra La palabra, da en el clavo: “La ética de la palabra, en una experiencia diariamente renovada, asegura una exigencia de veracidad. Se trata de decir la verdad, pero no hay decir verdadero sin ser verdadero. (…). El hombre de palabra no cuenta nunca con las palabras, sino con su persona”.
He ahí la madre de todos los corderos y, ahí también, la crisis de algunas democracias en la hora actual, evidenciada en el desencanto, desconfianza e indignación de la gente, con todos los peligros que eso entraña.
La crispación del hombre de a pie se debe al engaño de que ha sido víctima, tanto o más que a los millones robados y bien seguros en las cuentas bancarias de algunos políticos. El robo es un delito, pero el engaño es un insulto que no cualquiera tolera.
En verdad, nada nuevo bajo el sol. El nunca bien ponderado Nicolás Maquiavelo había dado ya, hace cinco siglos, un estupendo consejo en El príncipe: “De las intenciones de los hombres, y más aún de los príncipes, como no pueden someterse a la apreciación de los tribunales, hay que juzgar por sus resultados”. ¡Exacto! Y hoy, luego de tanta agua corrida bajo el puente desde entonces, a las “intenciones” habría que añadir ese engendro moderno de la “asesoría de imagen”, otro motivo más, de mucho cuidado y gran envergadura, para ponerse en guardia.
Imagen. Sin circunloquios: estamos jodidos. Si a la acostumbrada elocuencia de los políticos –“eficaz para deleitar, conmover o persuadir”, según el Diccionario de la lengua española – le añadimos un excelente “asesor de imagen”, las probabilidades de confusión mental en el ciudadano, el receptor del mensaje, son fabulosas. Una catástrofe. Para que todo quede dicho: mediante imágenes “conocemos” el mundo, y toda imagen es la representación de una determinada realidad, pero no la realidad misma. Cosas de la epistemología. Por eso, casualmente, a nadie se le ocurre acostarse con la foto de su pareja, sino con su carne y sus huesos. ¿Entendido?
Total, que todo es creíble mediante una grandiosa parafernalia hollywoodiana, con un impecable e inteligente manejo de todos los detalles: buena voca-lización con un adecuado uso de las cadencias y la entonación, ademanes ensayados, lenguaje corporal atinado, expresión facial, histrionismo, vestuario…, un interminable etcétera… y… ¡luces, cámara, acción! Teatro, espectáculo, ficción. Con todo eso, el político es, simultáneamente, el emisor del mensaje y su propio medio o canal de transmisión. Aquí podría aplicarse, cum mica salis , la archiconocida sentencia de Marshall McLuhan: “El medio es el mensaje”. El mundo al revés: la forma prevalece sobre el contenido. Terrible, porque es la consumación del despiste y del engaño.
Discurso degenerativo. Así, pues, el político de hoy –y, particularmente, el demagogo– tiene, como nunca antes en la historia, un conjunto de medios a su disposición que le allanan el camino para el discurso degenerativo de conceptos y para, con toda la desfachatez del mundo, hacer pasar por verdaderos toda clase de falacias y sofismas, y dar a entender que descubre el Mediterráneo. Gato por liebre. Seamos claros: en esto, los políticos de la izquierda furibunda son maestros y se llevan la palma.
Indudablemente, el poder de la palabra es formidable y tiene algo de mágico, imanta y, por eso mismo, en lenguas inescrupulosas puede entontecer a la gente, y convencer a ingenuos y desprevenidos, incluso cuando se dicen las bestialidades más insospechadas. Ejemplos sobran. Nicolás Maduro les confiesa a los venezolanos sus conversaciones con los pajaritos, y Evo Morales se queja amargamente por los desmanes del Imperio romano en Latinoamérica.
Una nota al margen: los romanos de vistosos penachos ni se enteran, pues están ya hechos polvo desde hace muchos siglos, pero los variopintos y tiernos pajarillos deben de sentirse ofendidos en su ser más íntimo. En fin, otra prueba de que el número de tontos es infinito.
Campaña global. En aras de recuperar la solidez de la democracia, buena sería una campaña global advirtiendo a los ciudadanos que sean críticos, piensen por sí mismos y no se fíen de la diarrea verbal contenida en los discursos políticos. Y, a algunos políticos –en realidad, muchos–, la gente debería conminarles a que guarden un silencio sepulcral, como si nada se hubiera inventado: ni lenguaje, ni fuego, ni rueda. Desdichadamente, una utopía.
Sin lugar a dudas, ellos seguirán hablando por los siglos de los siglos. Amén.
(*) El autor es filósofo