Salgo de una fila extrañamente corta para ser en estos días, en la caja número 9 de un céntrico supermercado de Moravia. Al frente, en un espacio resultado de la reciente remodelación del local, un individuo prueba un sistema de sonido a una potencia capaz de reventar tímpanos y nos regala, no un villancico, sino la poesía de la cumbia del garrote.
Salir al parqueo me libra de la garroteada que ahora se escucha lejana. Me siento en una banca frente al establecimiento a tomar un refresco que acabo de comprar.
Huyendo del tráfago de la calle que tengo enfrente, miro hacia las montañas que están al sur de Desamparados y Alajuelita, y me fugo con la imaginación al silencio que seguramente hay allá en ese momento; casi siento en mi cara el viento frío de las alturas. Pero me saca del ensueño el trueno de una moto a escape más que libre, piloteada por un rápido y furioso, zigzagueando a velocidad vertiginosa entre las filas de autos.
Comienzo a caminar hacia mi casa y llego a una esquina en donde el tránsito se atasca siempre. Un conductor trata de doblar a la izquierda y detiene por unos segundos la fila que quiere continuar hacia el centro de Moravia.
A dos autos atrás, en un vehículo cubierto por una bandera del Deportivo Saprissa, el conductor cambia el rítmico “Saprissa, Saprissa” por un furioso pitazo continuo.
Para él, este atraso es intolerable y hay que deshacer la presa a toda costa. Otros conductores, por reflejo o por costumbre, se suman también, airadamente, al concierto de pitazos. El estruendo me acompaña mientras sigo caminando, todavía por una cuadra más, hasta la librería Los Robles.
La calle está atascada porque en la esquina de la venta de libros los conductores han hecho caso omiso de la zona amarilla y estacionaron bloqueando una de las vías.
Entre los autos de la fila hay uno con equipo de sonido de potencia tan apabullante como una tumbacocos. Por las ventanas abiertas del vehículo, para que lo oigan aun los que no quieran, salen a raudales la música de una bachata y la voz atiplada del cantante de moda en este género; capaz de enervar con solo la letra de la canción a la misma santa Cecilia, que en las moradas celestiales deberá estar esperando pacientemente a que algún día llegue allá para reclamarle por el atropello que le hace al arte de cantar.
Todas estas linduras se suman a otras, iguales o más ruidosas, a lo largo y ancho del país, para estropear la belleza del ambiente del mediodía en vísperas de la Navidad, entre nosotros los ticos, tan adictos al ruido unos y tan resignados a soportarlo los otros.