“Tantos son los golpes que ellos me han dado que dejé de sentir. Empiezan a golpearme y gritarme una y otra vez, hasta que aparece la sangre; en ese momento ellos paran, pero yo no siento nada. Lo que sí siento siempre es un odio que crece aquí adentro, este odio no me lo puedo quitar nunca”.El anterior relato me lo entregó Rocío, una adolescente de 14 años, sufriendo desde hace muchos años maltrato físico y verbal por parte de de sus padres.
¿Cómo detener el ciclo de violencia, en virtud del cual hijos e hijas agredidas pueden ser futuros padres y madres agresoras? ¿Cómo quemar el puente entre cuerpo agredido y futuro cuerpo agresor? La pregunta es más compleja de lo que parece, tan difícil como la pregunta al político sobre la posible paz mundial. Comparto algunas reflexiones que me ha dado el camino por donde he trabajado; como psicoanalista e investigadora de temáticas vinculadas a la violencia (infanticidio, conyugicidio) y varios años de experiencia en la coordinación del programa Redes de prevención para el menor en riesgo psicosocial, programa del Hospital Nacional Psiquiátrico Manuel Antonio Chapuí.
La violencia es un concepto con grandes dificultades en su definición. Nunca hay violencia aislada; esta se encuentra encadenada a una historia acumulativa de rabia, frustración y dolor, exclusión social o singular. La violencia familiar atraviesa todas las clases sociales y todos los sectores geográficos, detrás de cada puerta de los hogares costarricenses, ocurren todos los días graves escenas de violencia. Violencias conyugales, mujeres golpeadas, asesinadas; madres y padres agresores, cuerpos infantiles agredidos, humillados, insultados, padeciendo también la negligencia o la grave indiferencia emocional.
Las tesis de la filósofa Hannah Arendt sobre la banalidad del mal permiten pensar esta problemática. Uno de los actos más graves en relación a la violencia es la banalización de la violencia misma. El padre, la madre que golpea el cuerpo de su hijo o hija banaliza muchas veces este acto y defiende las siguientes y pésimas justificaciones: “Lo hago porque debo educarlo”, “porque debe aprender a no ser tan egoísta”, “que entienda de una vez por todas”. Esto lleva a una ausencia de pensar y poner un alto al daño que se está realizando, al romper el afecto de la relación paterno, materno filial, y construir un sujeto cuyo sufrimiento podrá develarse en dificultades de aprendizaje, de relaciones sociales, riesgo a conductas adictivas, repetición del ciclo de la violencia, entre otras.
Se debe decir un no a la banalización del mal, de la violencia en los hogares costarricenses. No a la justificación que, en nombre de la disciplina, los padres ejerzan la violencia. Cada padre, cada madre debe repensar su historia, el cómo su cuerpo fue construido con palabras de amor, golpes, insultos, caricias. Defender la palabra como vía posible para educar y jamás, jamás golpear.
Las soluciones deben ser también colectivas: instancias gubernamentales y sociedad civil deben pensar las estrategias más optimas para sacar del silencio a estos niños en sufrimiento, a estos padres intoxicados en rabia, que es también una forma de padecer dolor y frustración y no saber qué hacer con sus heridas; sacarlos, osea, no cesar de buscar opciones sociales que pasen la creación, el arte, la palabra, el saber y no la destrucción.
El trabajo con las comunidades, principalmente las que viven la exclusión social, geográfica, económica, espacial, es un imperativo, porque no hay exclusión sin sufrimiento y el sufrimiento es fermento para la respuesta de la violencia.
* Laura Chacón Echeverría es Psicoanalista. Profesora e investigadora de la Universidad de Costa Rica, Coordinadora programa de Redes para la prevención del menor en riesgo psicosocial, Hospital Nacional Psiquiátrico.