Según sólidos y abundantes indicios, separatistas pro rusos derribaron el jueves, sobre territorio bajo su control en Ucrania, el Boeing 777 de Malaysia Airlines que cubría la ruta Amsterdam-Kuala Lumpur con 298 civiles a bordo.
Todo indica, además, que utilizaron un sofisticado misil tierra-aire, fabricado y proporcionado por Rusia, que también les provee otras armas, entrenamiento, logística e, incluso, intervención directa en el terreno.
Si así fuera –y es probable que llegue a comprobarse–, existiría una responsabilidad política directa del presidente Vladimir Putin con un crimen de guerra. Estaríamos, además, ante uno de los peores casos de terrorismo de Estado registrado en lo que va de este siglo, con insoslayables consecuencias.
Incluso, si la conexión directa no pudiera demostrarse plenamente, a Putin le cabe una culpabilidad indirecta. Porque el mortífero ataque contra el avión civil es resultado de una guerra que él inició y ha alimentado por medios diversos. Por tanto, no puede distanciarse de los extremos a que conduzca, y es difícil imaginar otro peor que atentar contra la aviación civil.
El gran actor. Ningún conflicto bélico puede adjudicarse a una sola persona, por muy poderosa que ella sea. Siempre los generan factores múltiples y complejos: históricos, geográficos, políticos, económicos, sociales, territoriales, étnicos, religiosos, culturales, personales. Lo que ocurre en Ucrania, en este sentido, no es una excepción.
Sin embargo, que un conjunto de raíces y circunstancias haya conducido al conflicto armado, y no a una salida negociada cuando era posible, sí es producto de Putin y de su particular visión sobre los intereses geopolíticos rusos. Esta es “su” guerra, y por ella, tarde o temprano, deberá rendir cuentas.
Fue Putin el que presionó al anterior presidente ucraniano, Víctor Yanukovich, para que, en noviembre del 2013, abandonara un acuerdo que fortalecía los lazos comerciales con la Unión Europea (UE), y lo sustituyera por una “cooperación” más estrecha con Rusia. Entre otras tácticas, Putin utilizó la “zanahoria” de un arreglo de deuda por $15.000 millones y la reducción de un tercio en los precios del gas, y el “garrote” de incrementar esas tarifas y bloquear las importaciones desde Ucrania.
Para Putin, en cuyo sincretismo autoritario se mezclan zarismo y stalinismo dentro de un capitalismo clientelista, la “caída” de Ucrania en manos de la UE conduciría a un debilitamiento intolerable de la “gran Rusia”. De aquí sus presiones para frenar el acuerdo y limitar la soberanía del vecino.
Explosión popular. El cambio de alianza decidido por Yanukovich condujo a una oleada de protestas populares. En las mentes de los ucranianos y en las calles de sus principales ciudades se generó un conflicto entre la visión europea, moderna, democrática y abierta, y la rusa, afincada en el pasado, autoritaria y rígida. La primera contaba con el apoyo popular; la segunda, con el designio de las autoridades a ambos lados de su extensa frontera.
Yanukovich rechazó negociar cuando aún era posible. Prefirió (o le fue impuesta) una estrategia represiva, que derivó en decenas de muertes y, semanas después, el colapso de su poder. Cuando abrió negociaciones, ya era tarde. El 22 de febrero de este año huyó de la capital, Kiev, y apareció días después en Rusia, insistiendo en que aún era presidente.
Ya para entonces, un Gobierno de transición había tomado las riendas y convocado a elecciones presidenciales para el 25 de mayo. Su control territorial, sin embargo, era frágil y parcial. Putin, quien, sin duda, ya contaba con una estrategia, aprovechó la oportunidad para imponer parte de sus designios.
Utilizando la debilidad gubernamental, el apoyo de parte de la población ucraniana de origen ruso y burdos artilugios legales, se apropió de la península de Crimea. Lo hizo en clara violación del principio de inviolabilidad territorial de los Estados, fundamento del derecho internacional, y del Memorando de Budapest, mediante el cual Rusia y otras potencias se comprometieron, en 1994, a respetar la integridad de Ucrania cuando esta renunció a las armas nucleares.
Pese a las protestas internacionales, la anexión de Crimea se convirtió en un hecho consumado. Pero Putin no paró ahí. Desde antes ya había comenzado a armar, entrenar y guiar a grupos de militantes pro rusos en las provincias del este ucraniano. Concentró tropas en la frontera e, incluso, envió combatientes y equipos rusos sin identificación.
Peligrosa escalada. El nuevo presidente, Petro Poroshenko, elegido el 25 de mayo, tomó posesión de su cargo el 7 de junio. Tras una fracasada tregua, ordenó una ofensiva contra los separatistas, que ha logrado debilitarlos seriamente. Vino entonces una escalada en la intervención rusa, incluso con personal y vehículos que no pretenden ocultarse.
También hicieron aparición en el conflicto los misiles tierra-aire SA-11, con una eficacia que llega más allá de los 10.000 metros. Con uno de ellos, los separatistas (o sus mentores) derribaron, al menos, dos transportes militares ucranianos en pleno vuelo, y lo proclamaron al mundo.
Calza perfectamente en esta “lógica” el derribo del avión de Malaysia Airlines, a lo cual se suman los indicios que ofrecen las imágenes satelitales, las escuchas de las comunicaciones entre jefes separatistas, sus propios tuits y las evidencias materiales.
Las consecuencias. Por elementales consideraciones humanitarias, en lo inmediato se impone establecer condiciones para retirar los cadáveres de los 298 inocentes. Sin embargo, los separatistas, que controlan la zona, lo han impedido. Debe seguir una pronta y profunda investigación internacional, a partir de la cual coordinar una enérgica acción contra los responsables, así como una salida al conflicto que respete la integridad territorial de Ucrania.
Por lo pronto, Putin ha abierto una peligrosa caja de Pandora. No se trata solo de la enérgica condena que se ha activado en todas las neuronas de la conciencia global universal; de las mayores sanciones a las que se expone; de la ruptura visceral de los ucranianos con Rusia, y de la impresionante cuenta que tendrá que pagar el tesoro de Moscú.
Las consecuencias pueden ir mucho más allá, en tres ámbitos muy sensibles: empantanarse militarmente en una lucha fratricida, llegar a perder el control de los militantes separatistas y, peor aún, no poder impedir que los misiles SA-11 caigan en manos de otros terroristas, incluso musulmanes dentro de Rusia.
En esto, también, la guerra es de Putin, y, tras un período de “gloria” ficticia, parece que ha llegado la hora de pagar la abultada factura.