El 14 de julio de 1789, hace 225 años, en nombre de “la revolución”, una turba lanzó su infame ataque a la Bastilla para liberar a “los prisioneros políticos”. Solo encontraron cinco: dos falsificadores, dos “lunáticos” y un aristócrata que había sido internado a solicitud de su propia familia por “libertinaje”.
Para repeler el ataque, el gobernador de la Bastilla, un humilde burócrata con el nombre de Bernard-René de Launay, contaba con una enorme cantidad de explosivos que podía haber detonado, terminando así con la turba, la prisión y sus alrededores. Sin embargo, para evitar esa masacre, escogió rendirse. Pero su recompensa fue que los revolucionarios lo arrastraron por las calles, donde la turba lo atacaba con puñales y pistolas, y, finalmente, un cocinero de repostería llamado Desnot, rehusando una espada que se le ofreció, con un cuchillo de bolsillo le cortó la cabeza.
Después de ese día fatídico, todo fue cuesta abajo para la Revolución francesa. Pronto, después de la toma de la Bastilla, los elementos revolucionarios se juntaron para constituir una asociación, que se conocería como el Club Jacobino, para imponer los principios de la Revolución. Definirían a los franceses como los que estaban a favor o en contra de la Revolución. Terminaron con cualquier oposición política. Sus oponentes políticos eran traidores, y punto.
Período terrorífico. Los revolucionarios iniciaron el período infame conocido como “el Terror”. Expandieron las funciones de la Policía a costa de las libertades civiles, dotando al Estado de los poderes de detener, interrogar y encarcelar “sospechosos” sin el debido proceso.
Durante el reino del Terror se asesinó a cientos de miles con el expreso fin de desmantelar el pasado –las leyes, la iglesia, la monarquía, las clases sociales, el arte, las antiguas costumbres del pueblo, el verdadero significado de las palabras– y reemplazarlo con el nuevo “orden revolucionario”.
El origen de la palabra “terrorista” fue una invención de la Revolución francesa. Un terroriste se refería a cualquier líder jacobino que gobernó Francia durante la Terreur.
En un instante, el Terror quebrantó el primero de los tres fines de su revolución: su promesa de libertad. “No hay libertad para los enemigos de la libertad”, les notificaron a su pueblo y al mundo. Demonizaron la oposición política y, eventualmente, condenaron a miles a la guillotina.
El talentoso Robespierre fue uno de los principales extremistas. Pronunciaba cultas diatribas clásicas contra la tiranía, pero, simultáneamente, era un carnicero sanguinario que se convirtió en el maestro de otros que cometieron iguales horrores por todo el mundo a través del tiempo.
Socialismo doctrinario. Más de dos siglos más tarde, queda claro que la Revolución francesa no sirvió. Francia se ha arrogado el socialismo doctrinario como la herencia directa de esa revolución: la promoción del mito de la igualdad. Décadas más tarde, ese legado lo interpretó el marxismo del siglo XX como la igualdad económica y, para imponer esa meta, sometió al mundo a una Guerra Fría que le costó a la humanidad 100 millones de muertos.
Francia ha pagado caro ese engaño igualitario. Hoy día es un Estado en decadencia. Sistemáticamente aumenta el desempleo, las cargas sociales, los impuestos, la debilidad de las empresas para competir en los mercados mundiales y disminuye su influencia en el campo internacional. Y, ominosamente, la principal clasificación crediticia de Francia fue rebajada en noviembre del 2013 por Standard & Poor, que explicó que ese país “tiene una capacidad limitada para enderezar sus finanzas públicas y hacer más competitiva su economía”.
Daño difícil de reparar. El daño que esa revolución le ha causado al mundo no es solo inconmensurable, sino difícil de reparar. Su revolución se convirtió en el modelo para otras, todas igualmente fracasadas –la rusa, la china, la cubana y la vietnamita, entre otras–.
El totalitarismo moderno, sobre todo el soviético, tiene sus raíces en ese año de 1789. A principios del siglo XX, surgieron hombres de la calaña de Robespierre que tomaron el poder en Rusia. Mientras que el francés ejecutó al rey Luis XVI, los soviéticos lo imitaron asesinando al Zar Nicolás I y a su familia.
Ambas revoluciones, la francesa y la rusa, al rebelarse contra la ortodoxia y la opresión, crearon nuevas ortodoxias y opresiones más crueles que las que habían derribado. Con base en un terror sistemático y montañas de cadáveres, ambas pretendían, de esta forma, cumplir su promesa de fraternidad.
La Revolución francesa fracasó, según Simón Schama en su libro Ciudadanos , porque propuso hacer lo imposible: la creación de un régimen de libertad y, al mismo tiempo, la creación de un Estado omnipotente.
Esa revolución y otras después de 1789 prueban que esas dos metas son incompatibles: no se puede prometer libertad y, simultáneamente, asesinar a quienes se oponen a la Terreur . Creó también un monstruo que, hasta ahora, ha sido imposible erradicar de la Tierra: un Estado grande y militarizado que inventó el reclutamiento obligatorio universal, y que se convirtió en el azote del siglo XX. La Revolución francesa le dejó servida la mesa a Napoleón, Hitler, Stalin y Mao.
Sin embargo, pienso que el daño inconmensurable que le causó la Revolución francesa al mundo es el de haber deificado la palabra “revolución”.Todavía en el siglo XX y en el XXI, en muchas partes del planeta se cometen grandes arbitrariedades y genocidios que se han justificado con solo colocarles la expresión de “en nombre de la revolución”.
Las Trece Colonias. La guerra de independencia de las Trece Colonias del actual Estados Unidos, careció del idealismo mesiánico y sangriento de la Revolución francesa. Simplemente, se organizó su andamiaje constitucional que eventualmente convirtió a ese país en el adalid de la libertad y de la democracia a través de todo el mundo. Además, sigue siendo la más grande potencia económica del planeta.
El transcurso de más de dos siglos atestigua que esa insurrección de las Trece Colonias sirvió. No hubo un reino del Terror y sus líderes democráticos murieron, respetables y respetados, en sus propias camas. En cambio, la Revolución francesa de 1789 fue una matazón innecesaria porque ya las Trece Colonias habían demostrado en 1776 que existía un camino más eficiente y menos sangriento para lograr la libertad.
El más duradero legado de la Revolución francesa es que obliga a tenerles mucho cuidado a las falsas promesas. Su legado impone la obligación moral de emular la experiencia de las Trece Colonias que hicieron duraderas sus metas sin violencia. Pero, sobre todo, la Revolución francesa le dejó al mundo una guía antes de pensar en revoluciones: ¿de qué sirven las revoluciones?