La palabra geopolítica es mucho más que un concepto para los japoneses y sus dirigentes. Tiene fuertes connotaciones reales, y muchas de ellas han alcanzado una urgencia inédita. Por esto, la discusión en torno a la seguridad del país, los instrumentos necesarios para protegerla y los cambios institucionales para poder activarlos se ha tornado cada vez más intensa.
Por ahora, nada indica que el debate cederá. Al contrario, es probable que se intensifique, no solo por la magnitud de los retos, sino porque algunas propuestas para abordarlos tocan el corazón de una política exterior y una identidad nacional perfiladas durante décadas por la prudencia y el pacifismo.
El vecindario. La insularidad del país y su deliberado aislamiento, que en un pasado ya remoto fueron barreras casi infranqueables contra las amenazas externas, ya no garantizan nada. Al contrario, la proximidad a Corea del Norte, China y Rusia hace de su vecindario un espacio de extrema inseguridad y tensiones, exacerbadas crecientemente en los dos primeros casos.
El foco más volátil es el programa nuclear norcoreano, con un riesgo potenciado por el irracional aventurerismo de sus déspotas; sin embargo, los desafíos más estructurales provienen de Pekín, cada vez más desdeñoso del derecho internacional en el mar del Sur de la China, donde pretende ejercer su hegemonía territorial unilateralmente, a contrapelo de otros países, cada vez más desconocedor de la soberanía japonesa sobre las islas Senkaku –en el extremo suroccidental del archipiélago– y cada vez más hostil hacia el actual gobierno de Taiwán, lo cual ha reactivado otro foco de tensión regional.
Frente a China y Corea del Norte, las disputas entre Japón y Rusia sobre el control de las islas Kuriles del sur pasan a un segundo plano, aunque su vigencia sea fuente de constante preocupación. Casi 72 años después de concluida la Segunda Guerra Mundial, ambos países aún no han firmado la paz, pero al menos mantienen fluidas relaciones diplomáticas y comerciales.
A mediados de diciembre pasado, el presidente Vladimir Putin realizó una visita oficial a Tokio. Además de firmar 68 documentos bilaterales, sus conversaciones con el primer ministro Shinzo Abe estuvieron marcadas por múltiples gestos de amistad, presunta “química” personal e intereses comunes, pero también por la imposibilidad de abrir negociaciones formales sobre sus diferencias territoriales.
Entre el 5 y el 12 de marzo viajé a Japón, invitado por su gobierno, como parte de un programa informativo del Ministerio de Asuntos Exteriores. El lunes 6, mientras me preparaba para el primer día de reuniones, los norcoreanos lanzaron cuatro misiles balísticos que impactaron aguas territoriales japonesas: una deliberada provocación contra surcoreanos, japoneses y estadounidenses, que dejó en evidencia la vulnerabilidad geopolítica del país.
En mis contactos con varios altos funcionarios, académicos y asociados de centros de pensamiento ( think tanks ), tuve oportunidad de discutir múltiples temas, pero el binomio seguridad-política exterior fue el principal eje de nuestros intercambios.
Durante esos días resultó casi inevitable, además, que las conversaciones comenzaran con alguna referencia al más reciente desborde norcoreano, no solo por su inmediatez y dramatismo, sino porque no puede descartarse que los desplantes del dictador Kim Jong-un desaten un conflicto de incalculables proporciones; sin embargo, la intrínseca debilidad norcoreana y su aislamiento internacional casi absoluto reducen la sostenibilidad de la amenaza; además, su programa nuclear no es parte de una estrategia expansionista regional, sino una peligrosa jugada para apuntalar internamente al régimen y chantajear a la comunidad internacional.
Desafío chino. El desafío que emana de Pekín es mucho más serio sistémicamente. Según datos del 2015, China representa el 15,2% del producto interno bruto global, contra el 24,5% de Estados Unidos y el 5,6% de Japón. En 1991, el presupuesto de defensa de Japón era cinco veces mayor que el de China; en la actualidad es cuatro veces menor: $41.000 millones frente a $146.000 millones. Las fuerzas armadas chinas superan el millón y medio de hombres; las de defensa de Japón no llegan a los 150.000.
Es desde este músculo económico y militar que China ha decidido proyectar unilateralmente su poderío, con claros fines de hegemonía regional. No se trata de un simple impulso o de una jugada aventurera con una sola carta (como la de Corea del Norte), sino de un componente esencial de su estrategia a largo plazo, sostenida sobre su enorme capacidad territorial, demográfica, militar y económica.
El riesgo norcoreano es agudo y concentrado; el chino, crónico y extendido. De aquí su seriedad para tantos países asiáticos, particularmente Japón, “el otro grande” en la extensa geografía marítima al sur y este de China. De aquí también la necesidad percibida de articular una política de seguridad a la altura del reto. La gran polémica interna es cuáles deben ser sus componentes.
Japón perdió la guerra, pero ganó la paz. Aunque manida, la frase tiene fundamento. Los años de la posguerra han sido de un progreso impresionante, y tornaron al país en una economía hiperdesarrollada, todavía sin par en Asia. China la supera en volumen, pero no en sofisticación, estabilidad, capacidad innovadora y bienestar. Como me dijo uno de mis interlocutores: “Compare el contaminado cielo de Pekín con la transparencia del de Tokio y comprenderá cuán lejos estamos en calidad de desarrollo”.
Paz y seguridad. Durante las últimas siete décadas, el gran bastión para garantizar la paz y seguridad japonesas ha sido su alianza con Estados Unidos, que se asienta en el Tratado de Seguridad suscrito por ambos países en 1951 (tan pronto fue firmada oficialmente la paz) y actualizado en 1960.
Cuatro años antes de firmar ese acuerdo había entrado en vigor la nueva Constitución, prácticamente dictada desde el cuartel general de las fuerzas de ocupación estadounidenses, que demostró ser extremadamente lúcida y beneficiosa para el país. Su artículo 9 declara que “el pueblo japonés renuncia para siempre a la guerra como derecho soberano de la nación”, y que “no se mantendrán en lo sucesivo fuerzas de tierra, mar o aire como tampoco otro potencial bélico. El derecho de beligerancia del Estado no será reconocido”.
El carácter radicalmente pacifista de este artículo, sumado a la protección estadounidense, ha marcado en buena medida la política exterior de Japón, y se ha convertido en un pilar de identidad para amplios sectores de su población y círculos dirigentes. Esto explica que entre los ejes básicos de su proyección internacional estén la promoción de la paz, el uso intenso de la diplomacia económica, la cooperación técnica y financiera, el mantenimiento de la estabilidad internacional y el compromiso con bienes públicos globales, como el ambiente.
Las relaciones sino-japonesas reflejan en buena medida este abordaje. A pesar de las disputas geopolíticas, China es hoy su principal socio comercial; Japón, el segundo de China y su tercer mayor inversionista. Los chinos representan la cuarta parte de su turismo y albergan a la mayor población de japoneses fuera del archipiélago, después de Estados Unidos.
El artículo 9 de la Constitución no impidió la creación de unas Fuerzas de Autodefensa sumamente robustas, que incluyen submarinos propulsados por energía nuclear; sin embargo, hasta hace poco su mandato se había limitado al de protección del país y nunca han tenido experiencia de combate.
Otro rumbo. Para muchos, incluidos el primer ministro Abe y su Partido Liberal Progresista (PLP), este esquema ya no es sostenible, por cuatro razones esenciales: los crecientes desafíos de seguridad, la inquietud sobre el compromiso de Estados Unidos con su defensa (hasta ahora, manifiestamente inclaudicable), la necesidad de desplegar un ejercicio más pleno de su soberanía y la expectativa externa de que Japón juegue un papel proporcional a su importancia en “el mantenimiento del orden internacional, trabajando con sus aliados, amigos y socios”.
Por esto, en setiembre del 2015 la Dieta (parlamento) reinterpretó el artículo 9 y añadió 24 nuevas funciones a las Fuerzas de Autodefensas. Entre otras cosas, podrán participar en misiones de mantenimiento de paz de las Naciones Unidas y proveer “actividades de apoyo necesarias” en situaciones de importancia que influyan en la paz de Japón o amenacen la paz y estabilidad internacionales. El objetivo final es la reforma del texto constitucional, con el fin declarado de “normalizar” las doctrinas y mecanismos de seguridad nacionales.
El proceso de enmienda a la Constitución es tan complicado, y la oposición de varios sectores sociales, políticos y académicos tan férrea, que la tarea luce en extremo difícil, al menos a corto plazo. Sin embargo, tampoco pueden desestimarse el peso de la geopolítica; la creciente percepción de vulnerabilidad, en gran medida justificada, que comparten influyentes sectores dirigentes japoneses; y la capacidad de maniobra política del primer ministro Abe, cuyo partido goza de una amplia mayoría y nada indica que la perderá en los próximos años.
Paradójicamente, la creciente actitud expansionista de China, y sus ímpetus de convertirse en la potencia dominante de Asia, juegan a favor de Abe y el PLP en esta materia; la falta de claridad inicial de Donald Trump sobre los compromisos estadounidenses con la seguridad de Japón y Corea del Sur, también.
El cambio en el abordaje de seguridad de Japón ya está en marcha. Existen fuertes nebulosas e inquietudes sobre su grado, forma y destino. La discusión no es solo sobre instrumentos de política, sino valores e identidad: algo mucho más complejo y emocional. Cómo lograr un adecuado balance para abordar los desafíos geopolíticos insoslayables, pero sin arriesgar los grandes pilares civilistas de la política exterior y sociedad japonesas, es la gran tarea por delante.
Este es el primero de dos artículos sobre Japón. El próximo será sobre su dinámica económica.
El autor es periodista.