Después de una seguidilla de acontecimientos que obnubilan despiadadamente los valores democráticos en Venezuela y, como si se pensara que el oprobioso actuar del régimen gobernante trascendió los límites del descaro político, nos enteramos de hechos inusuales, pero ya nada sorprendentes, acerca de la contaminación institucional que lamentablemente existe en ese país.
Como si el despojo de las libertades de su pueblo, la corrupción, la crisis humanitaria, el desabastecimiento de alimentos y medicinas, así como el arrebato de sus derechos fundamentales fuera poco, se calcula que el déficit actual de esa nación se encuentra en un 720,5%, según las previsiones económicas del Fondo Monetario Internacional, recién publicadas.
La dictadura se ha puesto en marcha con censuras a la prensa, presos políticos, golpes a la fuerza económica privada e inhabilitaciones para el ejercicio de cargos públicos a quienes pueden liderar eventualmente el movimiento opositor en una contienda electoral. La catástrofe es política, social y económica.
Frustración popular. Los venezolanos, con base en las reglas dictadas por su Constitución Política, siguieron los procedimientos necesarios para convocar a un referendo revocatorio de mandato; sin embargo, el Consejo Nacional Electoral, liderado por rectores afines al gobierno, suspendió de manera indefinida la presentación del consiguiente calendario electoral, y desencadenó la frustración democrática en el pueblo y, por tanto, la protesta persistente y creciente.
El Tribunal Supremo de Justicia venezolano despojó, en una sentencia disonante y profanadora de los más sagrados institutos democráticos, la inmunidad de los diputados de la Asamblea Nacional y le atribuyó a la Sala Constitucional o quien esa designara, las facultades del Congreso. Lo anterior, después de haber emitido centenares de sentencias anulando las actuaciones del Poder Legislativo desde que el Parlamento fue asumido por una mayoría opositora mediante el voto popular.
La protesta social, democrática y pacífica en Venezuela ha tomado impulso con mayor brío como consecuencia de las actuaciones ilegítimas del Poder Judicial al servicio del chavismo.
Los demócratas del mundo tenemos la obligación de hacer un excelso llamado a la reconstrucción de la paz y compostura de la democracia venezolana.
Cuando se es demócrata, el viejo refrán de que “yo en mi casa y Dios en la de todos”, para no involucrarse uno en los problemas del vecino, no es de recibo.
Civismo. La lucha por la paz, la justicia y la democracia es permanente, y se ejerce por convicción. Involucrarse en la defensa de los derechos fundamentales, sea donde sea, jamás será un ejercicio injerencista, sino un acto de solidaridad, nobleza y civismo.
La oficialmente llamada República Bolivariana dejó de ser república cuando se consumó el quebranto al principio elemental de todo Estado republicano: la división de poderes que, en Venezuela, aunque teórica, dejó hace mucho tiempo de ser uno de los principios consustanciales del ejercicio del poder. También dejó de ser bolivariana desde que se traicionó con desdén el apellido de aquel en quien basaron su “revolución”: Simón Bolívar, irónicamente libertador de los oprimidos.
Fue precisamente Bolívar quien, en el Congreso de Angostura, que tuvo lugar en 1819, pronunció una frase que marcó su ideario y visión de mundo respecto del ejercicio del poder: “Nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo a un mismo ciudadano en el poder. El pueblo se acostumbra a obedecerle y él, a mandarlo, de donde se originan la usurpación y la tiranía”.
La conmoción interna que enfrenta Venezuela requiere el inmediato fallecimiento de la opresión para dar paso al nacimiento de una Venezuela justa, solidaria, pacífica y democrática. La vía para que Venezuela florezca y entierre este espeluznante episodio en su historia es convocando a elecciones.