Convengamos en que el jubiloso inicio de la era de la democracia ciudadana –anunciado por el presidente Solís– ha sido menos que jubiloso. En la raíz de la desilusión hay multitud de factores, solo algunos de los cuales son atribuibles al presidente. Otros preexisten a esta administración y afectarían a cualquier gobernante.
De estos últimos, quizá los más importantes sean la proliferación descontrolada de puntos de veto que hoy define a nuestras instituciones y la fragmentación del sistema de partidos. Ambos hacen inevitables tanto la parálisis que ha devenido en el estado natural de nuestro sistema político como el abismo que separa las expectativas de la ciudadanía de los logros de las sucesivas administraciones.
Reconocer la importancia de estos factores y precisar sus implicaciones es crucial. De otro modo, terminaremos abrazando explicaciones anecdóticas del desencanto, que sitúan el origen de nuestras desventuras en las insuficiencias de carácter del presidente y su solución en la simple búsqueda de un nuevo liderazgo político. La cosa es más compleja. Por ahora, voy a referirme al asunto de los vetos y controles.
Uno de los episodios memorables de mi paso por el Gobierno tiene que ver con la visita del presidente del Parlamento Europeo a Costa Rica.
José Borrell, a quien yo conocía de antes, me dijo que quería visitarme en mi despacho en el Ministerio de Planificación. Como el hombre venía con una nutrida y elegante delegación, decidí comprar un arreglo de flores para que mi oficina, dominada por un esperpéntico sofá de vinil de los años setenta, se viera más presentable.
Para mi sorpresa, aquello desembocó en una pesadilla kafkiana en la que pasé varias horas en el teléfono debatiendo la legalidad de la compra del arreglo de flores con la Contraloría, la Procuraduría y el Ministerio de Hacienda. Llamadas fueron y vinieron hasta que un funcionario de la Contraloría me informó, con tono triunfal, que había encontrado una directriz de su institución que les impedía explícitamente a los ministros comprar arreglos florales.
Nunca entendí por qué tenía la Contraloría que decir a los ministros si tienen o no potestades para comprar flores, pero entendí que existía un grave problema en el sistema de controles del Estado.
Mar de obstrucción. Al son de una justicia constitucional con un diseño delirante, que proporcionalmente resuelve más casos que ninguna en el mundo y se ha convertido en un instrumento de parálisis; de una Contraloría que por imperativo constitucional continúa dedicada al más exasperante de los controles previos, a contrapelo de la práctica moderna de sus pares en el mundo; de un Reglamento legislativo, apenas modificado recientemente, que al impedir que la mayoría decida subvierte todos los días el resultado electoral; y de una larga lista de etcéteras repartidos en cuanta oscura institución, ley y reglamento se nos ocurra, hemos convertido a la función pública en un mar de obstrucción, en el que naufragan las mejores intenciones.
Nuestros programas de gobierno y Planes Nacionales de Desarrollo –me ha tocado coordinar ambos– se han convertido en una sofisticada forma de engaño y en una pérdida de tiempo, en la que tanto quien los escribe como quien los lee saben perfectamente que nada de lo que está ahí tiene garantía alguna de ser realizado. Son una carta de deseos y nada más.
El problema político fundamental de Costa Rica no es de naturaleza sustancial, sino procedimental. La tubería del desarrollo está atascada y no importa lo que echemos en ella –elaboradas propuestas o desaforadas ocurrencias– poco o nada saldrá al otro lado. Esta no es una invención mía. Si revisamos los indicadores de gobernabilidad del Banco Mundial (voz y rendición de cuentas, estabilidad política y ausencia de violencia, eficacia gubernamental, calidad de la regulación, Estado de derecho y control de la corrupción), veremos que entre los años 2000 y 2013, cinco de las seis categorías sufrieron un deterioro en Costa Rica. En América Latina solo Bolivia y Venezuela muestran una tendencia peor.
Una reforma tendiente a desarmar la vetocracia en la que nos hemos convertido, a racionalizar las potestades de las instituciones de control, a replantear nuestro sistema electoral y hasta la naturaleza de nuestro régimen político, es la tarea pendiente más importante que tiene el país. Es una reforma instrumental para hacer todas las otras que el país necesita.
Estado de negación. Uno quisiera que estos cambios los haga la Asamblea Legislativa, pero nada me hace pensar que será así. No se dijo una palabra sobre esto durante la campaña, en la que otra vez los candidatos ofrecieron tierras prometidas en un país que ostensiblemente hace imposible arribar a ellas.
El Informe de los Notables –un estupendo esfuerzo– fue recibido por los partidos con una mezcla de indiferencia y hostilidad, que no es sino el síntoma de un sistema político en estado de negación. Como lo revelan la experiencia del TLC y la reciente propuesta de someter la reforma del régimen de empleo público a un referéndum, hemos llegado a una situación alarmante: nuestras instituciones representativas ya no están en capacidad de decidir en asuntos complejos o controversiales sin echar mano a un recurso extraordinario como la consulta directa a la ciudadanía.
Si esto es cierto con respecto al empleo público, con más razón lo es respecto de la reforma política. El artículo 105 de la Constitución y la Ley de Regulación del Referéndum permiten, con relativa facilidad, someter a sucesivas consultas populares –hasta una por año– aquellos aspectos del sistema político que sean susceptibles de reforma mediante cambios a la legislación ordinaria, por ejemplo aspectos claves de la Ley de la Jurisdicción Constitucional, de la Ley Orgánica de la CGR o del sistema electoral.
Esto dejaría por fuera, desafortunadamente, temas que requieran de enmiendas constitucionales, así como la reforma general al reglamento legislativo, que el TSE ha estimado que no puede ser sometida a referéndum si no es por solicitud de 38 diputados. Pero mucho se podría avanzar por esta vía, toda vez que una buena parte de los nudos gordianos que urge cortar para mejorar nuestra gobernabilidad están en la ley, no en la Constitución.
Lo anterior requiere, claro está, de un presidente que entienda la urgencia de esta agenda, la asuma como una cruzada personal y tenga la elocuencia para explicar a la ciudadanía la conexión entre estas reformas y el bienestar de las personas.
De eso se trata: de que las instituciones democráticas estén en capacidad de resolver problemas concretos a personas concretas. Si nuestra democracia no recupera esa capacidad, nunca remontaremos la frustración con el gobernante de turno. Por más eras jubilosas que nos prometa.
Kevin Casas Zamora es politólogo.