Dentro de dos días, los estadounidenses tomarán la decisión electoral más importante de sus vidas. Optarán entre saltar con Donald Trump al vacío del populismo aislacionista, exclusionista y arrogante, o mantener, con Hillary Clinton, una senda de razonable solidez y sensatez, aunque no los convenza del todo.
Para decir lo menos, una victoria de Trump pondrá en la presidencia de la única superpotencia mundial a alguien incapacitado para el cargo y abrirá un período de corrosiva y generalizada incertidumbre. Pero lo más probable es que también acelere la disfuncionalidad del sistema político, desate una nueva recesión, conduzca a una peligrosa mezcla de repliegue nacional e intervencionismo unilateral y fracture el orden internacional vigente, sobre el cual descansan los engranajes políticos, económicos y de seguridad globales.
Clinton, aunque genera múltiples y justificados anticuerpos, garantiza estabilidad emocional, estratégica y programática, así como una capacidad de pensamiento, visión y gestión inusuales entre los candidatos presidenciales. Su triunfo, además de histórico por su género, no solo evitará lo peor, sino que generará iniciativas a tono con la naturaleza, el potencial y los deberes de Estados Unidos, aunque deba nadar contra fuertes corrientes antagónicas.
Es decir, los contrastes entre ambos candidatos son abismales. Por esto, cuál de los dos gane tendrá una trascendencia pocas veces igualada en la historia de su país. A la vez, sin embargo, no importa quién lo haga, la campaña ya ha generado una serie de graves perjuicios. Sin duda se acentuarían con Trump, pero costará mucho neutralizarlos del todo, aunque se imponga Clinton.
Truculencias. El recuento de los daños es amplio y se relaciona con tres relevantes fenómenos: la naturaleza del debate y la acción política; los planteamientos que emanan de ellos y la confiabilidad de Estados Unidos como pivote de alianzas estratégicas.
La mezcla de truculencias argumentales, teorías conspirativas, irrespeto, insultos, vulgaridades, manipulación, desdén por los hechos y la verdad, y hasta dudas sobre las instituciones y la integridad del sistema electoral estadounidense, se han convertido en moneda de curso durante el proceso.
Algunas de esas distorsiones han aflorado en otras campañas: la política nunca ha sido un ejercicio de ángeles; otras las ha utilizado el Partido Republicano para erosionar la gestión de Barack Obama. Pero su uso ha sido excepcional y ha topado con el límite de un pudor elemental y un rechazo generalizado. Ahora han sido “normalizadas”; es decir, han abandonado el encierro de lo censurable y han secuestrado gran parte del discurso y la acción.
Sus principales oficiantes son Trump, una parte de los republicanos, un puñado de medios de comunicación vitriólicos y redes sociales que acentúan –en lugar de atenuar– la identidad tribal y los prejuicios. Desde aquí, sin embargo, se han introducido en la totalidad del sistema político y se han enquistado en su cotidianeidad.
Neutralizar tales conductas y actitudes será en extremo difícil. Más bien, no puede descartarse que se acentúen durante el próximo gobierno, al margen de quién gane. Y una de sus múltiples consecuencias será deteriorar, aún más, la ya maltrecha capacidad de cooperación y trabajo entre el Ejecutivo y el Legislativo, y la gestación de acuerdos bipartidistas elementales e indispensables.
Ligerezas. El populismo, con sus espejismos programáticos, simplificación de temas complejos, desdén por lo institucional, invención de víctimas y verdugos y exacerbamiento instintivo sobre lo razonable, se hermana con la retórica enferma. Pero se extiende a muchos otros ámbitos. Uno de los más preocupantes es el de las propuestas económicas, y el río de esta demagogia se ha nutrido tanto de fuentes republicanas como demócratas.
El señalamiento de la desgravación arancelaria, la apertura y los tratados comerciales como culpables únicos de una inexistente decadencia económica, del desempleo, la desigualdad y la pauperización de ciertos sectores laborales de Estados Unidos ha sido caballo de batalla de Trump desde que comenzó a competir con otros 16 precandidatos de su partido.
Clinton había evitado esos argumentos, porque sabe que los beneficios de la integración económica superan por mucho sus perjuicios puntuales. Sin embargo, cuando desde su flanco izquierdo, representado por el “socialista” Bernie Sanders, ese discurso se convirtió en poderosa arma de ataque en su contra, la candidata cambió de posición.
El ejemplo más grave de su metamorfosis es que, a pesar de haberlo impulsado y alabado como secretaria de Estado, Hillary Clinton se convirtió en opositora de la Alianza Transpacífica (Trans-Pacific Partnership, o TPP), el tratado de comercio e inversiones firmado por Estados Unidos y otros diez países. Para empeorar las cosas, el Partido Republicano, que tradicionalmente ha sido un bastión del libre comercio, fue virtualmente capturado por alguien que lo rechaza.
Como resultado, a menos que Obama, antes del cambio de gobierno, logre convencer a suficientes senadores para que apoyen su ratificación, el TPP, eje clave de los intereses geopolíticos estadounidenses en la cuenca del Pacífico, perecerá por la omisión de su gran promotor y mayor beneficiario potencial.
Desconfianza. Si a lo anterior añadimos las corrosivas declaraciones de Trump contra una serie de alianzas clave para Estados Unidos –la OTAN o las que existen con Corea, Japón, México y varios países del sudeste asiático, por ejemplo–, el daño a su confiabilidad como eje y garante de esos acuerdos y del sistema internacional resulta evidente.
China y Rusia, por supuesto, han tomado nota y se han movilizado para capturar la oportunidad que se abre. En días recientes, el presidente de Filipinas y el primer ministro de Malasia, dos tradicionales aliados estadounidenses en el estratégico Mar del Sur de la China, realizaron sendas visitas a Pekín para reforzar los nexos económicos, políticos y militares con su poderoso vecino.
En parte, ese cortejo obedece a reclamos personales contra Estados Unidos, pero posiblemente también ha pesado la incertidumbre sobre la voluntad de liderazgo y el grado de compromiso de la superpotencia con su seguridad.
Deterioro. El desgarramiento del Partido Republicano, el ejemplo demostrativo de Trump y sus huestes para los movimientos populistas en otros países y las exacerbadas fisuras al tejido étnico-social estadounidense, constituyen tres males adicionales inducidos por la campaña.
Si Clinton sale victoriosa, su primera tarea deberá ser controlar daños, dentro y fuera del país. Un Trump en la Casa Blanca los potenciaría a extremos impredecibles. Pero incluso si fracasa en el intento, es casi un hecho que mantendrá su ofensiva de zapa y destrucción y su voluntad de precipitar de manera definitiva a los republicanos hacia su estrategia, que ya, de por sí, han usado en el pasado. Todo será aún peor si mantienen el control de la Cámara de Representantes (casi seguro) y del Senado (posible).
Es decir, aunque el martes podamos sentir un gran alivio si los electores rechazan saltar al barranco, es imposible prever un regreso inmediato hacia la responsabilidad política.
Aunque ocurra lo mejor, son muchos los males que ya se han producido, y muchos los riesgos que quedan por delante.
El autor es periodista.