No carecía de belleza la casa albergue para enfermos del sida creada por el padre Johannesen, hombre admirable y notable pensador. Básteme con decir que iba a visitarlos con frecuencia, les ofrecía charlas, jugaba ajedrez o pimpón con ellos, los ayudé a hacer una biblioteca, en Navidades llevaba una pianola eléctrica y les tocaba villancicos, por ahí les doné la taquilla de un recital (una suma tan exigua que me sonroja consignarla). Se ríe poco, se habla poco, se camina poco, se vive poco, se llora poco en este lugar.
A la salida de uno de mis conciertos, me topé, bajo el frío peligroso de la noche, a uno de ellos (entre los más enfermos). “¿Pero qué hacés vos aquí? ¡Te va a dar neumonía!”. “Ya la tengo, he venido para manifestarle mi apoyo y porque no quería morir sin haberlo oído tocar… música de verdad… usted sabe: no villancicos”. La neumonía es la más frecuente causa de muerte entre los miembros de la población inmunosupresa.
Efectivamente, cuando volví al asilo, un par de semanas después, con algunos de mis discos para él, ya había muerto. Se los entregué a la enfermera jefa.
“Ahí se los dejo, para quien quiera oírlos. ¿Sufrió mucho?”. “Bueno, don Jacques, usted sabe que la neumonía es una enfermedad muy ingrata. Gracias a Dios, la fase final no suele ser larga”. “¿Puedo visitar su cuarto?”. “Venga conmigo”.
Era una habitación simple, blanca: cama, escritorio, silla y clóset. El habitáculo de un asceta, de un hombre que no sueña ya con poseer nada, porque vive embriagado en la pura sensación de vivir, y eso lo colma y rebosa. Sobre un vaso, en la mesa de noche, terminaban de mayarse unas flores.
“Por favor, cómprele flores frescas”, y deslicé en su mano un par de monedas.
Remordimiento. Luego me senté en la cama. Todo el dolor del mundo. ¡Carajo, cómo cuesta a veces respirar! Quizás si no hubiera ido a escucharme, estaría aún vivo. El remordimiento de siempre.
“No —me sorprendió la voz de la mujer, que entraba al cuarto con un ramo de siemprevivas en flor— . No se murió por haber salido esa noche, me dijo, como si leyera mis pensamientos. Si fue a oírlo es precisamente porque quería tener la imagen de su concierto para el momento final. No dejaba de hablar de usted. Es como si le hubiera dado la extremaunción. No lo mató: embelleció su muerte”.
Ni la música ni la literatura han sido para mí profesiones. Es como modos de vida, como sacerdocios, como apostolados, que las concibo. ¿Por qué? Porque amén de su capacidad para ennoblecernos a través de la experiencia estética, y de sus virtudes terapéuticas, la música tiene un efecto soteriológico y salvífico sobre el ser humano.
Es un agente poderosísimo al servicio de la autopoiesis (autosanación). Cuando la experimentamos a plenitud, la conmoción estética opera en nosotros como una teofanía, una revelación (pero atención: hablo de una “conmoción” que además debe ser experimentada “en plenitud”, no de cualquier sensación medianamente gratificante).
El músico, el escritor son evangelistas, portadores de la buena nueva. Esta buena nueva puede consistir en la mera belleza de su arte: no tiene que ser una escatología religiosa. Bartók, ateo contumaz, escribió, en su lecho de muerte, música que nos transfigura, que nos deja transidos, y que él mismo tituló Adagio religioso (en sus póstumos conciertos para piano y viola). Todo cuanto en él había de místico emergió, desde el epicentro de su ser, cuando por fin se asomó al gran silencio.
Todos se fueron. No he vuelto al albergue de enfermos del sida. La razón es que la vida me ha llevado a litorales un tanto remotos. Claro que me mantengo en contacto con los pacientes y el personal médico, pero, ¡ay!, en este lugar las camas se ocupan y desalojan con incoercible rapidez, con vértigo terrible de clepsidra.
Ya no queda ninguno de los enfermos con quienes alguna vez jugara ajedrez y pimpón, o discutiera la poesía de Auden o Dickinson. En al patio, sopla la muerte, y las hojas secas se arremolinan en un torbellino sin fin. La carne humana, hecha gajos, hecha abrojos, hecha escaramujos, es arrebatada fácilmente por el viento. Una especie de póstuma coreografía que nos hace bailar suspensos en el aire, desenraizados y abandonados por la buena madre tierra, y su amorosa fuerza de gravitación.
¿Habré realmente conseguido que Schumann, Liszt, Chopin y Debussy hicieran el tránsito de fuego menos penoso y menos solitario para mi amigo, ahora confundido con la tierra feraz, el barro ubérrimo de caracoles y raicillas? ¿Habrá entrevisto el rostro de Dios en esta música que es epifanía, ventana hacia un trasmundo apenas sospechado? Si tal fue el caso, debo considerar que mi vida de músico no ha carecido ciertamente de sentido, de propósito.
Miro mis manos, y siento que me sonríen. Yo les devuelvo la sonrisa. Fueron capaces de generar alivio, entusiasmo, gozo y quizás esperanza en un hombre que ya no tenía nada… y justamente por eso era más libre que nunca. Libre para partir.
El autor es pianista y escritor.